En la sala del podiatra, el de los pies, espero no equivocarme, una docena de ancianos esperan cada día su turno. Hombres, mujeres, parejas. En el Norte, se camina poco, sin embargo, son las piernas las que se cansan primero. Enfermeras vestidas de blanco les asisten. Aquí, los médicos vienen solo para descansar.
A pesar de todo, hay algo en el aire. Algo espantoso, porque estos médicos son cirujanos. Cortan los pies que no obedecen a ningún tratamiento. De vez en cuando, un sillón de ruedas atraviesa la sala, uno de los antiguos al que ya le falta una pierna. El sur del continente es un mundo latino. Los que vienen aquí son exiliados de la isla: cubanos, o de la república. Es en español que se dicen buenos días o adiós.
Encima del counter, en la pantalla, también hablan español. Se ruedan las regiones de Cuba; soleadas, una después de la otra, cada mañana, invariablemente. Pinar del Rio, Matanzas, Santa Clara. Los enfermeros observan, mudos, las imágenes en color. Están al acecho de su pueblo, del pedazo de tierra que les envió aquí.
Cuando es el turno de Pinar, al lado mío, una vieja pareja se agarra de la mano. ¿Cuál de los dos será pinareño? Llegan juntos y los llaman juntos. Quizás los dos lo son.
Pasan los mogotes, esas rocas que señalan la antigua superficie de la tierra. Unas formaciones curiosas. Alrededor de ellos, el hielo lavó la tierra, quizás en la era glaciar, pero eso, yo lo dejo a los geólogos: no tengo a la mano mis enciclopedias.
Varadero, la mar. Los pastos verdes de Camagüey. Pinar con su tabaco de fama mundial. Estamos aquí, en la sala oscura del podiatra. Una docena de ancianos: Hombres y mujeres, esperamos que aparezca el país, el pedazo de tierra que nos expulsó.
Hoy, el viejito llegó solo. Observa en silencio las lomas de Pinar.
–¿Y ella? –le pregunto.
–La enterraron ayer.
Le aprieto el brazo:
–¿Y ahora?
No contesta.
–¿Vuelve a Cuba?
Me mira con cara de asombro:
–¡No soy cubano! –me explica.
–¿Y Pinar?
–Nunca puse un pie por allí.
Ve que no entiendo.
–Es ella –me explica– que viene de la isla.
Se lo contó día tras día, conoce cada camino, cada loma de allí.
La famosa era glaciar, no le pregunto más.
–Yo –dice más tarde–. Yo, solamente heredé ese lugar.
Me hace una señal, se levanta. Le llaman, en su sillón de ruedas, un amputado atraviesa la sala.
Georges Ferdinandy
(Foto: cortesía del autor)
Georges (György) Ferdinandy nació en 1935 en Budapest, Hungría. Abandonó su país después de la revolución antisoviética de 1956. Vivió en Francia, donde publicó sus primeros libros en francés; por los que obtuvo el Premio Mundial Cino Del Duca, en 1961, y el Premio Literario Antoine de Saint-Exupéry, en 1964. Hizo su doctorado en la Universidad de Estrasburgo. Durante treinta y seis años se desempeñó como profesor en la Universidad de Puerto Rico. Entre 1976-1986, fue crítico literario de Radio Free Europe, en Munich. Desde el 2000, vive entre Miami y Budapest. Ha publicado más de cincuenta libros, y su obra ha sido traducida al español, alemán, búlgaro e inglés. Recibió entre otros, el Premio Pen Club de Puerto Rico en 2000. Es miembro de la Academia de las Bellas Artes de Hungría.