Fui a un viaje oficial de la Academia Húngara de las Artes para visitar la Ucrania Carpatense, una región de habla húngara. Conocí a una joven maestra en una escuela de minorías, en Berehove, Tímea Shrek, que me dio unas notas suyas acerca de sus alumnos y la vida de los gitanos de la región. Le animaba a seguir y a enviarme sus textos. He aquí uno de los primeros.
Georges Ferdinandy
Mowgli
Ocurrió en una mañana fresca de octubre. Los niños llegaban a la puerta de la escuela, como los primeros copos de nieve que caen a la tierra helada. Ya comenzaba la segunda hora, cuando una gitana de corta estatura se paró a la puerta del salón. De su mano, se sujetaba una niña pequeña que, escondiéndose detrás de la mujer, vigilaba la sala, atraída por el buen calor.
Me dirigí a la mujer, y le pregunté:
–¿A quién busca?
–A la directora –me contestó. Me envía el médico. Dicen que la niña debe ir a la escuela sino me la quitan.
–Está en clase –le dije. Espérela. ¿Tiene los papeles? ¿El certificado de bautizo y la identidad de la madre?
–Lo de ella, está. La madre perdió los suyos.
–¿Certificado médico?
–La doctora lo dará.
Me fui a la cocina para entregar la planilla. Dentro de unos minutos, los de primer grado iban a comer. Después de un rápido lavado de manos, los chiquillos se pusieron en fila bajo la ventanilla donde se distribuía la comida.
Oramos, les deseé buen provecho, y la primera comida del día empezó. La niña extranjera observaba escondida detrás de la puerta. Su cuerpo menudo temblaba, humedecía sus labios: tenía hambre de lobo de muchos días.
La tomé de la mano, y la llevé a una mesa. Le di un plato y una cuchara para la pasta. Se puso a comer con la mano, llenaba su boca con avidez.
–¡Come con cuchara! –le ofrecí el cubierto.
No sabía cómo agarrarlo. La ayudé, como cuando una madre come por vez primera con su pequeño, le enseñé el arte de comer.
La observaba. Estaba sucia, pero esto, en una escuela de gitanos, es normal. Ahora, mi niña tenía algo diferente. No era como los demás. Su pelo negro carbón en rizos leves, sus grandes ojos brillantes, su nariz pequeña, y labios finos. Parecida a las muñecas de porcelana cuyas caras toman vida con los pinceles de un artista genial. Bajo la capa de mugre, la niña era de una belleza poco común.
Me dirigí a la vieja:
–¿Cuándo comió por última vez?
–¡En la mañana! –me contestó. En casa.
–¡No me mienta! Esta niña está hambrienta. Se nota que pasa hambre.
–No sé –dijo. Estuvo con su madre.
–¿Por qué no vino con ella?
–Está enferma. En cama. Le falta poco. Yo soy su abuela.
–¿Y el padre?
–Es madre soltera. Ya sabe Ud. como son las cosas. Mi hijo toma.
¡Y tú no eres mejor! –pensé. Me di cuenta de que la conocía: mendigaba en el pueblo, luego gastaba el dinero en alcohol.
–Está bien, deje a la niña. Para que la admitamos debe venir todos los días, por un periodo de prueba.
El tiempo pasó, la niña asistía todos los días sin grandes resultados. No hablaba, no estudiaba, no se comunicaba con los demás. Estaba enferma, débil, era deficiente; parecía Mowgli. No entendía a los otros niños, no conocía el bolígrafo, el lápiz, el cuaderno.
Un día la seguí y descubrí que dormía bajo el cielo abierto, en una caja de cartón. Sacaba la comida de los basureros próximos. Nadie se ocupaba de ella. Sin padre, con una madre moribunda, y la abuela, ¡ni hablar! Era huérfana aun teniendo familia.
Pasó apenas un mes, y la madre murió. Tuve que tomar acción. Informar a las autoridades. Como la niña greñuda no tenía a nadie, el próximo paso era el orfanato. Lo pensé mil veces antes de decidir. Era evidente que no llegaría hasta la primavera si se quedaba allí.
La autoridad tutelar actuó rápidamente. La doctora a su vez insistió en que la niña no permaneciera con la abuela, que oficialmente no lo era…
Una mañana fría en que la lluvia helada se tambaleaba contra la ventana, observaba la calle, petrificada. Un autobús blanco vendría para recogerla. A las nueve en punto, dos mujeres tocaban a la puerta.
–¿La niña está? –preguntaron.
–Sí, ¡un momento! ¡Aquí! ¿Qué le va a pasar?
–Le buscaremos padres adoptivos. Hay muchas familias sin hijos. No será difícil acomodarla. ¿Es ella?
–Sí.
La mujer se acercó a la niña, y le tomó de la mano:
–Ven conmigo. Vamos a pasear.
La pequeña abandonó el lápiz, y la siguió.
–¡No tengas miedo! –le dijeron. Vamos a un lugar donde vivirás con muchos niños como tú. Te bañarás, te peinarás, y recibirás un traje nuevo.
Entonces, ella habló. Oí por vez primera su voz:
–¿Uno de princesa? –preguntó.
–Si quieres. ¿Nos vamos?
Se fueron. Antes de subir al bus, la niña se dio vuelta, me miró, sonrió y luego saltó al carro blanco. Una lágrima corrió por mi cara. Mi pequeña greñuda será princesa.
Georges Ferdinandy y Tímea Shrek
(Foto de cortesía\Página Kárpátalja.ma)
Tímea Shrek nació en 1989 en la ciudad de Beregazász, Ucrania. Cursó estudios de lengua y literatura húngara. Desde 2009 enseña en una región de minorías gitanas. En sus textos relata su experiencia de maestra. Su cuento Juntos fue publicado en la revista literaria Együtt, de Beregszász.