“Tengo un miedo terrible de ser un animal de blanca nieve”
Me parece bien que alguien desee escribir cosas de las que luego no pueda arrepentirse. Escribir sin parar sobre una mirada crítica hacia la vida que te exprime como si fueras un insecto extraño que cruza las calles. Exprimir tiene sentido, pero no el sentido que le das a la fruta que exprimes cada día por cansancio, golpeado por el silencio que asume tu pecho al no poder decir la palabra prohibida, sino el sentido de lo que emerge como una luz cortante desde el centro de las cosas.
Casi siempre la vida nos exprime y todo sigue igual, todo toma su curso a medida que nos desentendemos y volvemos a retomarla por donde nos quedamos. Todo está en jugarle al tiempo una mala pasada. Estar en varios lugares a la vez para aprovechar y matar el deseo de viajar. Tener dinero para hacerlo, para poder comparar esto con aquello. Descubrir lo que ya casi todo el mundo sabe. Que somos los únicos que no sabemos que existe un más allá, que hay cosas muy buenas pero también muy malas en la distancia.
Todos me miran como un bicho raro. He olvidado cómo era de chico, he roto mis fotos anteriores. De pronto temo que alguien crea que era yo. He olvidado un colectivo, he llorado junto a mi madre porque las cosas cambian de color como los mapas de Carlos Varela y las familias dejan de ser unidas cuando de pronto han cruzado el océano para siempre. Cambian los discursos, cambian las promesas, cambia el cuerpo. Muere el cuerpo. Muere la vida en la que creíste con todas tus fuerzas esos discursos. Y las lágrimas de la euforia de ese creer entre las cosas que existían que eran reales de pronto se esfumaron. Solo queda la piedra en el camino.
Mientras los años pasan, “la gente siempre sueña porque saben que, existen siete vidas, siete mares, siete maravillas y siete ciudades, siete notas musicales, siete cielos y pecados capitales, siete potencias, siete colores, siete lunas y siete soles”.
Lo único cierto es el deseo de no salir hacia las calles a mirar lo que ya se sabe que existe. El problema de la moneda, la gente molesta por el calor, la suciedad, la miseria, las enfermedades de hace tiempo regresando otra vez y la tristeza en sus caras por no tener “nada, o casi nada que no es lo mismo pero es igual”. Todo es un matar el tiempo sin arrepentirse luego de matarlo.
Casi no salgo a caminar. Me dan náuseas las orillas, aunque sean nuestras orillas. Las calles están sucias, hay hambre en algunos rostros. A unos mendigos se les llama “buzos”. Ellos no marcan tarjeta en un Centro de trabajo, pero marcan sus tanques de basura. Por suerte aquí no cae la nieve, por suerte no cae, no cae, no cae, pero tampoco cae nada del cielo que nos alumbre el camino. Como no mato ningún deseo a estas alturas de mi vida me dedico a veces a cantar dentro del baño sobre las calles que me vieron nacer. Tarareo una canción que critica al país, pero a la vez busca cómo salvarlo, cómo unir a las familias. Salvar un país también tiene su encanto. Algo bueno para escribir sin arrepentirse.
Matar el tiempo puede ser comprar el pan en la mañana llena de escombros por las esquinas. Ya casi no hay barrenderos, encontraron un trabajo particular cortándole el césped a mi vecino y ya no les importan las calles. A nadie le importa las calles. Mi amigo Juanqui me lo decía. “A nadie le importa lo que tú pienses mientras no lo digas”.
Como extraño a mi amigo que ya no está, a mi infancia. Mi ciudad se viene abajo. Parte de mi isla se viene abajo. A veces veo edificios pintados, pero cuando pregunto los vecinos me dicen que no, que solo es la fachada. Bueno, la fachada ya es algo me digo.
Son tantos los años que los sostienen que ya no pueden ser sostenidos. Algunos se derrumban como sucedió con el muro de Berlín. Algunos ya saben lo que sucederá mañana. Cuando estos edificios se caen ya no vuelven a ser reconstruidos, solo se adornan con parques para los enamorados y así la gente no sufra pensando en lo que fueron. Los enamorados se sientan en ellos, se miran, se besan, y cada uno fija su vista en las orillas, en los latones de basura y su buzo, en el vecino, el barrendero y su césped, en la distancia que puede definir su futuro.
Un cuerpo lastimado puede que no resista tanto dolor. La familia se ha ido, se ha roto, broken, no está. Apenas se recuerda la infancia con ellos en nuestros hogares. La vida es eso, dolor y paciencia para soportarlo. ¿Qué hago con mis ojos? Trato de detenerlos pero no me obedecen. Espero no vivir matando el tiempo como si nada sucediera. Vendrá algo bueno que nos hará felices a todos, a los más ricos y a los más pobres.
He decidido esperar. La verdad no está en nuestras manos, tampoco está en el tiempo que nos quede para ver lo mejor de esta historia, ni siquiera para volver a sentir a la familia como antes. Ya no se parecen a ti. Hasta su piel cambia.
Ser algo que nos defina como héroes no me interesa, de todas formas sé que los héroes siempre han sido ellos mismos en cualquier lugar del mundo, nadie les quitará su lugar. Ellos merecen los mejores lugares. Me preocupan más los que sueñan. El sueño puede ser algo para sostenernos de no matar el tiempo sin una razón lógica. Prefiero decir que los sueños alivian el alma del que sueña. Como decía Freud, algo para analizar como las fobias, las ideas obsesivas, los delirios que sí existen. Hay sueños que dialogan con nuestros sucesos oníricos adivinando que algo sucederá en el mañana, pero me interesa el hoy. Los sueños son nuestra única esperanza, una forma de dialogar hacia lo real que nos circunda.
“Veo, veo, ¿qué ves?”. El lenguaje de mi cuerpo retraído y minúsculo sin igualdad. No hay forma de igualarlo. No me igualo. No hay igualdad posible. No hay deseo de ser iguales porque no podemos ser iguales. “La vida es así, se nos manda a correr. Na, na, na, na, na, na”. Lo mejor de cantar en el baño es que nadie te ve hacerlo. Solo algún vecino molesto escucha extrañado y refleja con gritos lo cursi de esa canción, lo problemática de esa canción. Luego toca a la puerta indignado y no le abro. Entonces, grita que debo ir a un psicólogo, que tengo problemas de conducta y que soy un antisocial. Espero unos minutos más a ver si derrumba la puerta y me golpea con la rapidez de una brigada de ninfas, pero no. Me desplomo de la risa.
Hay una cuerda que sujeta mi mano. Mi mano necesita de una cuerda para guiarme hacia los caminos buenos de la vida. Caminar al ritmo de la música en mis oídos transforma un poco mi dolor. Me hace infinitamente feliz. Igual que la hierba milagrosa parecida al jazmín de cinco pétalos. Todas las hierbas me hacen feliz, todos los hongos me recuerdan que estoy en una cueva rodeada de indios, que volví a un pasado que trata de asegurarme el futuro. Un pasado al que hay que regresar. Estas cosas no son un juego de niños, son cosas serias. Me apaciguan el alma extraviada. Me hacen escribir como loco.
Una vida entera dialogando con uno mismo no es perder el tiempo, es matarlo de una manera limpia y sana. Mientras sea con la verdad.
Siempre que salgo a la calle saludo a los de arriba y a los de abajo. Me encojo de hombros y miro en lo que se convierte mi vida. Cada día igual a los demás. Mi familia de allá en espera de reunir unos euros para visitarnos se ha vuelto fría, pálida como la nieve. No hay nada que pueda hacerme cambiar de opinión de matar el tiempo que me persigue como si no existiera nada más que seguirme a donde quiera que vaya.
Todos los días iguales. Caminar hacia el trabajo, firmar la tarjeta, donde te miran, te saludan, te despiden, y luego llegar a casa sin demostrar que alguien tiene que estar equivocado. Llegar con la duda de que luchar por una razón tampoco es un juego de niños, es una cosa muy seria.
Todo parece estar bien para la gente. No se quejan en público porque el miedo es una forma de parar lo que no se debe decir. El miedo se ha hecho una costumbre. Hay algo solitario en todo esto, alguien que sí encontró una respuesta brillante y por eso sobrevive sin importarles el tiempo que pasa sin que suceda nada. Pero la distancia separó mi familia, pero un domingo sin sol quiero verla, quiero tocarla, abrazarla. Decirle que mi madre está muriendo y que Barcelona no es el fin del mundo, que mi madre no podrá ver sus cuerpos fríos, helados y pálidos como el álbum de los Beatles. “PS, I Love you. You, you, you, I Love you”, o como las fotos de la niñez en el parque zoológico de veintiséis de donde se escaparon una pareja de monos en el noventa y dos. Cuando reúnan los euros mi madre no estará. Pero la distancia siguió separando a las familias como si estuviésemos aquí para eso, para soportar los golpes.
Muchas veces me pregunto para qué sirven el tiempo, los golpes, la añoranza. Luego me respondo a mí mismo: para no pasar por alto la vida.
Zurelys López Amaya
(foto: cortesía de la autora)
Zurelys López Amaya. La Habana, 1967. Poeta, narradora y periodista. Licenciada en Comunicación Social por la Universidad de La Habana. Su obra ha sido publicada dentro y fuera de la isla. Entre los libros publicados se encuentran: Pactos con la sombra; Editorial Unicornio, La Habana, 2009; Rebaños, Editorial Extramuros, La Habana, 2010, ambos con reedición, Editorial Atom Press [Florida, USA], 2010; Minúsculos espejos, Editorial Latin Heritage Foundation, [Washington, USA], 2011; La señora solitaria, Editorial Unión, La Habana, 2014; Lanzar la piedra, Editorial Corazón de Mango, Colombia, 2015; Rebaños, Reedición Bilingüe, Editorial Cubanabooks, [USA], 2016; Levitaciones, Ediciones Matanzas, Cuba, 2016; La vela y el náufrago, Editorial Polibea, España, 2016; La carpa infinita, Editorial Mantiseditores, México, 2017. Salen publicado para este año los libros: El barco elegido, Editorial Unión, La Habana, 2018; y A la llegada del invierno, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2018. Es Miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, (UNEAC).