ESTÁ TRISTE, LO SABE,
no le es fácil negarlo,
se le nota en las manos,
en la ropa,
en los dientes,
en el peso que pueden suponer esas cosas
cotidianas,
pueriles.
Está triste, su sombra
-que también está triste-
se encorva ante la luz
del sol que nos calienta.
Está triste, no hay nada
gracioso en ese asunto,
ha pensado ir al médico
o sanar de otro modo
con la ausencia o la muerte.
Está triste,
respira
y algo vivo detiene,
su adiós
en la tristeza.
ES UNA FIESTA EL HUMO QUE REGRESA
a ese lugar en donde abuelo aguarda
las gradaciones de una luz sin sombra.
El humo del tabaco me saluda
y sé que estas aquí mientras escribo,
mientras manejo entre la muchedumbre,
cuidando que no salga tu carácter
si alguien me tira el carro o me señala,
porque crecí en los cuentos de algún arma,
en la pasión por el Winchester
que un amigo de Carlos Valdés Rosas
te regaló en tu doce cumpleaños
cuando los hombres eran hombres pronto.
Somos tan parecidos en lo propio,
aunque solo nos une este tabaco
aderezado en brandy,
ese humo de añoranza en tu presencia,
donde regreso al niño que besabas
cada noche en la frente
la promesa,
de que me asistirás con tu valor,
si el miedo se hace fuerte,
y su peso en la duda
logra
que me detenga.
ESCRIBE MIENTRAS CORRE LA TARDE POR SUS MANOS,
y le cuesta creer que son así las cosas,
frágiles como el filo de las horas perdidas,
un gasto irreparable que nos corta la cara.
Ya ves, no somos nada, dicen en los velorios,
con ese tono púrpura que tienen las verdades,
y la muerte parece como un asunto al margen.
El tiempo es un cuchillo que pasa por sus manos,
falsa benevolencia del humo en un cigarro.
LA CASA QUEDÓ ABIERTA,
el aguacero
pudo mojar los muebles,
se llenaron
de un hongo silencioso
los marcos de las puertas,
las esquinas que no tocaba el sol;
fueron desvencijándose las sillas,
los cuadritos de abuela,
las persianas,
que por costumbre llamábamos francesas.
La casa quedó abierta,
los murciélagos
poblaron nuestro techo,
se adueñaron
de todos los horcones;
las baldosas
tan lindas
albergaban
un gentío de pulgas y excreciones.
Todo se fue dañando
lentamente
como suelen dañarse los sueños más hermosos,
ahora solo nos quedan las ruinas de una casa,
las tejas que cayeron para siempre
se amontonan al pie de las paredes.
TUVE UNA GATA GRIS
como de Angora,
yo era su dueño
y ante mí dejaba
su oficio de tigresa,
para ver cada noche la novela
se encaramaba en mi regazo,
atenta,
sucumbía en un sueño sigiloso.
Su muerte fue el preludio de las cosas
que cambian para siempre,
muchas cosas cambiaron
y la muerte
dejó de ser ajena.
Yo no pude asistirla en su agonía,
no estaba listo,
no podía,
no quise
saber cómo enterrarla,
y abandoné a mi padre en la tarea,
y él me ha contado ahora los detalles,
y he llorado con él aquella muerte
que preferí olvidar mientras crecía.
Eduardo Mesa
(foto: cortesía del autor)
Eduardo Mesa (La Habana, 1969), fue fundador de la revista Espacios, dedicada a promover la participación social del laico. Coordinó la revista Justicia y Paz, Órgano Oficial de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba y el boletín Aquí la Iglesia. Formó parte de los consejos de redacción de las revistas Palabra Nueva y Vivarium. Ganador de los premios de poesía “Ada Elba Pérez” y “Juan Francisco Manzano”. En la actualidad colabora con las revistas Convivencia, Misceláneas de Cuba e Ideal y edita el blog La Casa Cuba, donde trata temas relacionados con la fe, la sociedad y la cultura. Ha publicado en narrativa El bronce vale y otras crónicas (Editorial Silueta, 2011). Reside en los Estados Unidos desde el 2005.