Hace un tiempo atrás, –pero no mucho–, las madres pensaban que los tatuajes pertenecían a marinos o a presos. A los “marielitos”, decían aquí en Miami. Así que imagínate los rostros cuando Mariela dijo “I’m gonna get a fucking tattoo, you’ll see”. Las miradas de sus amigas se petrificaron. Conocían, por un lado, el carácter arbitrario y poco permisivo de los padres. Y por el otro, el orgullo desmedido y absurdo de su amiga. Todo resultaba previsible desde ahí hasta el enfrentamiento; más allá, terreno desconocido.
Mariela no recibió de sus amigas las palabras de aliento que había ido a buscar. Tampoco se sorprendió: en ese grupo, ella era la marginal, la border. Tampoco te vayas a creer que me refiero a la Basquiat miamense. No. Le gustaba jugar a la oveja negra dentro de las fronteras de Aventura, lo cual, convengamos, no exige demasiada militancia contracultural. Mariela siempre las vio temerosas, encaminándose a repetir la insoportable vida de sus padres. Le daban náuseas.
Tocó el timbre. Una de las enfermeras abrió la puerta, y la saludó con una sonrisa que Mariela juzgó exagerada. Como cada vez que atravesaba aquel umbral. Olga ocupaba siempre la misma silla, en el mismo rincón. El mismo café con leche a la misma hora, el mismo mechón blanco que tropezaba y caía hacia la frente. El reflejo del sol, la rajadura en la ventana. Siempre el mismo saquito beige en invierno y en verano. Siempre.
“Quién les habrá dicho a estos que la vejez se combate con rutinas”, pensó Mariela, y deslizó secretamente el helado en las manos de la vieja.
–¡Abue!
–¿Cómo andás, querida?
–Bien –contestó, con un «bien» dubitativo y sobreactuado.
–Vos venís a contarme algo. ¿Te peleaste otra vez con tu mamá?
Mariela sonrió: toda la escena estaba sobreactuada. Las dos se conocían demasiado y comprendían más allá de las palabras.
–No, todavía no. Pero pronto. Me quiero hacer un tatuaje.
Contar con la aprobación de Olga representaba todo lo que necesitaba para llevar adelante su cruzada por la libertad.
–…
–Un tatuaje: un símbolo que se hace…
–… Oi vey: creeme. Sé lo que es un tatuaje. ¿Y para qué lo querés?
–Hmm… no sé… creo que ya estoy grande para tomar mis propias decisiones –respondió Mariela fijando la vista sobre una solitaria menorah en una repisa despoblada– y quiero una marca que me lo recuerde.
La mujer se incorporó en la silla, un movimiento ínfimo que las distanció: con la espalda erguida ya no era la misma.
–Existe un ritual para ayudarte a recordar que ya no eres una niña. Y se llama Bat Mitzvah. Llevás una de las fotos en tu mochila, y listo.
Olga se refugió en su mente y en la ventana. Mariela se levantó, la peinó con sus dedos y la besó en la frente. De la cocina llegaban vahos nauseabundos.
Se abrió la puerta de calle y la luz del día le dolió en los ojos. Algo desanimada, caminó frenéticamente hasta Biscayne Boulevard. Cruzó calles casi sin mirar. Llegó al Aventura Mall y se dispuso a observar a la gente. Solo volvió en sí cuando oyó un niño gritar las dos palabras mágicas: ice cream. Se juró que sería ese el último rastro de su niñez, el que nunca perdería. Como su abuela. Eligió, como siempre, el sabor que compartían: crema del cielo. Tomaba el helado como una nena, sin usar la cucharita de plástico. Pensaba en el desafío que tenía frente a sí. Se juró convencer a la vieja. Como si de ello dependiera toda su vida adulta. Sería su coming of age. Su verdadero Bat Mitzvah.
Mariela hubiera dado cualquier cosa por saber qué pasaba por la cabeza de esa mujer, en ese momento. En esos momentos. Porque había tenido varios como ese, en los que la vieja se ausentaba. Recordaba varias disputas entre su madre y su abuela: Olga, con más argumentos, decidía refugiarse en su mente y en la ventana. Atravesar los cristales con la mirada la hacía invencible a los ojos de su nieta. Aquel débil cuerpo no le impedía volar. Pero a dónde. A qué época de su vida. Cómo le gustaría acompañarla. Conocerla de pequeña. Justo antes de la guerra. Saber algo más de la historia que no quiere contar. Escaparse juntas de los fucking nazis. Subirse juntas al barco.
A la mañana siguiente, casi sobre el final del horario de visita, Mariela irrumpió en la residencia.
–Ya sé: quiero una marca en el cuerpo –le dijo a Olga, casi repitiendo de memoria–, una señal que me recuerde toda la vida qué siento ahora.
–¿Y qué sentís ahora?
–Siento que no quiero ser como mamá. Ni como mis amigas, ni como… No quiero que mi vida pase como si nada.
El silencio de Olga angustió a Mariela. Podría haber dicho: «Sí, abue, quisiera ser como vos. Quisiera acordarme toda la vida de estos momentos en los que disfruto venir a hablar con vos. Porque admiro cómo luchaste, cómo superaste el hambre, la miseria y la muerte». Pero en esa familia, ese pasado no aflora. Se sabe, está allí, no hace falta revivirlo.
–Mamá nunca hubiera superado lo de la guerra –balbuceó– no tiene agallas más que para…
–… no sabés –contestó Olga y su rostro se transformó–. Ella no tuvo que hacerlo, ¿qué querías? Nadie sabe cómo reaccionar a algo así. Nadie.
Mariela sabía que aludir mínimamente a la guerra significaba devolverla a los tiempos ominosos. Pero si quería ese tatuaje, debía tener a Olga de su lado. La necesitaba.
–No, escuchame –dijo–: quiero una marca en el cuerpo que me recuerde que yo, ahora, no le tengo miedo a nada; cuando creo que tengo razón, no me importa lo que piensa el resto. Y me parece que la gente se olvida y agacha la cabeza ante cualquier cosa…
–Me aburrís –dijo Olga elevando la voz–. Eso ya lo escuché hace mil años. Y no necesitás ningún tatuaje para eso.
–No me entendés.
–No, no te entiendo.
Se miraron en silencio. La chica apenas pudo ignorar el frenético acceso de tos de uno de los viejos. Dudó. Nunca había visto a su abuela tan enojada con ella. Bueno, la vez que dibujó la mesa, furiosa porque no la dejaron cenar en la mesa de los grandes, una noche de Rosh Hashaná. Olga cambió bruscamente el tono la conversación. Tocaron un par de temas sin importancia hasta que una enfermera las interrumpió.
–Oye, mami. Estamos por servir el lunch. ¿Te acompaño hasta la puerta? –dijo la empleada con el tono más hipócrita que encontró.
–Bueno, –Olga respiró aliviada– quiero que sigas pensando, y cuando tengas algo mejor que decirme, vuelvas.
Se levantó con mucha dificultad. Su cara, sin embargo, no mostraba ningún signo del esfuerzo. Mariela la rodeó con sus brazos y la besó en la mejilla.
La empleada caminó junto a la chica hasta la entrada. No se hablaron. Desde el umbral, con la puerta casi cerrada, como protegiéndose, comentó:
–Así es tu abuela, le gusta una buena bronca cada tanto. Igual le hace muy bien que la visites. Más con ese problemita que viene sintiendo…
Mariela contuvo la respiración.
–Pero qué es lo que tiene –improvisó–, ¿todavía no se sabe?
–No, todavía no. Ella empezó con los dolores en el costado y en los primeros estudios que le hicieron no encontraron nada. Como seguía quejándose cada vez más y, después, esa noche que llamaron a la urgencia, ya tu sabes. Hubo que hacerle otros estudios.
–¿Y cuándo se va a saber? –Mariela apenas contenía la furia.
–En estos días tiene que venir el doctor con más resultados; hasta entonces…
El estallido de la puerta de calle presagiaba la pelea.
–¡¡¡¡Mamaaaaaaá!!!!
–Pero… ¿qué pasa? ¿Por qué gritás de esa manera, dulce?
–¡¡Qué tiene la abuela, y por qué mierda nunca me decís cuando tiene algo!!
–No quisimos preocuparte, vos estabas con los exámenes y…
–¡Oh my fucking god, dejá de tratarme como a una pendeja, mamá! Ya no soy una nena, y si a la abuela le pasa algo…
–Ya sé que no sos una nena, pero hay cosas que no podés entender.
–¡Cómo querés que las entienda! Si no me entero, nunca las voy a entender.
–Noooo, mi chiquita, no es eso.
“Mi chiquita”. Otra vez. El gatillo perfecto para que las hormonas adolescentes estallen. Mariela se convenció: debía ser inflexible para demostrarle a su madre que ya no era una «chiquita». Mirándola a los ojos, le dijo con tono burlón:
–¿Sabés qué? Yo te voy a mostrar que no soy tu «chiquita», not anymore; y que hago lo que se me canta. Pegó media vuelta y salió sin escuchar las boludeces de su madre.
Cuando vio la ambulancia estacionada frente a la residencia, dejó caer la crema del cielo y echó a correr. En el umbral se cruzó con dos camilleros de blanco. Empezó a adivinar el desenlace. Olga no estaba en el rincón de costumbre. Frenéticamente corrió por los pasillos angostos y rancios. Una enfermera ordenaba el cuarto. Se abrazaron. Mariela notó la expresión serena de Olga y el saquito beige, inusualmente colgado en el perchero, confirmaba su ausencia. Nunca había visto esos brazos blancos y arrugados. Nunca había visto ese antebrazo.
–Tengo que llamar por teléfono a tu mamá, ¿sí?
Mariela asintió mecánicamente.
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–¡Cómo pudiste hacerme eso! –gritaba la madre sin soltarle el brazo–. ¿Vos sabés la condena que es ese número? ¿No entendés que no te va a dejar nunca?
Mariela decidió refugiarse en su mente y en la ventana.
Gastón Virkel
(foto: cortesía del autor)
Gastón Virkel es escritor y guionista. En días soleados se define como un storyteller para no dejar plataforma alguna fuera de sus posibilidades. Sus textos han sido publicados en antologías como Pasajeros en Arcadia (Marcelo Di Marco), Viaje One Way y Miami (Un)plugged (H. Vera Alvarez y P. Medina León, Suburbano Ediciones), Los topos mecánicos (Raquel Abend Van Dalen, Editorial Ígneo). En 2017 publicó Cuentos Atravesados, su primer libro de relatos por Suburbano Ediciones (SEd). Ha escrito y dirigido el largometraje De rodillas, además de haber participado en numerosos cortometrajes. En TV ha trabajado para marcas como MTV, Discovery Kids, Sony Entertainment Television, Boomerang/Turner y Paramount entre otros. Publicó la novela por entregas #Lasticön en el magazine digital Suburbano.net donde además es responsable de la imagen de marca y redes sociales.