Había escrito a mi padre que estaría a la puerta a las cinco. Después de las cuatro, la lluvia cesó: bajé mi maletín y la jaula del conejo. La calle estaba vacía. Subí y cerré el apartamento. Cuando di la llave al conserje, la manecilla grande del reloj saltó al ocho.
–¡Ponla sobre la mesa! –me dijo.
No he olvidado nada. Me senté al lado del maletín y apretaba al conejo contra mí.
–¡No tengas miedo, tonto! –le dije–. En cinco minutos papá estará aquí.
A lo lejos, en la autopista, los motores gruñían roncamente. De pronto, el aire se movió al fondo de la calle, y la campana de la alcaldía dio las cinco.
–¿Y ese león? –preguntó papá.
–Es Gruñón. ¿Le puedo llevar?
Llegó en un vuelo nocturno: su barba había crecido durante el viaje y su camisa es-taba impregnada de olor a tabaco.
–Vamos a exhibirle –dijo, mientras colocaba la jaula en el asiento trasero del auto–. ¡Enciéndeme un cigarrillo!
–¿Exhibirle?
–¡Claro! El dinero nos vendrá bien. ¿Sabe algo?
Agité la cabeza.
–¡No te apures! –dijo papá–. Será Gustavo Gruñón, fabricante de perdigones. Ma-ñana haremos el rótulo.
–¿Y esas vacaciones dónde serán? –me preguntó el conserje.
–No lo sé.
–¿No lo sabes?
–Depende de si mi padre tiene dinero.
–Lo tiene, no te preocupes –dijo el conserje sombríamente.
Tenía razón. Cada año, mi padre se inventaba algo para ganar unos pesos. Una vez, dimos la vuelta a los campings, proyectando vistas de la Amazonia, bajo la lluvia. Otro año, nos ofrecimos para servir de guías: enseñábamos París y los Alpes a unos turistas de América.
Con papá, todo es diferente. El aire se agita, los contornos de las cosas son más precisos, más nítidos. Con él, no importa saber a dónde iremos. Llega, barbudo, arru-gado, luego se sacude, enciende el motor y sus ojos se ponen a brillar. Apenas hemos salido de la ciudad y ya la aventura empieza.
Este año parecía más cansado que de costumbre. A la entrada de la autopista, se paró un instante a mirar las señales de tránsito.
–¿Entonces? –preguntó después de un rato–. ¿Tierra
del Fuego? ¿El Cabo? Dame un cigarrillo –prosiguió al ver que no le contesto.
–Si tomamos hacia el oeste, llegamos al océano. Si al este, a la montaña. La línea azul de los Vosgos, como dice la canción.
Callaba.
–¿Sabes qué? –preguntó papá–. ¡Vamos a ver a nuestros compatriotas!
–¿Vamos a casa?
En otro tiempo, nos referíamos así a Hungría.
–¡Despacio! –contestó–. Quise decir solamente: a mis amigos.
–¡Verás, son unos tipos estupendos! –añadió.
Acariciaba al conejo mientras miraba los faros que batían la cara de papá. Pronto me dormí. Cuando abrí los ojos, el cielo ya estaba gris.
–¡Es Estrasburgo! –dijo papá.
Un vapor lechoso cubría el fondo del valle del Rin.
–¿Y los húngaros? –pregunté.
–¡Paciencia!
Nos detuvimos en una residencia de estudiantes. Subimos a nuestro cuarto: papá cargaba la jaula, y yo, al conejo, escondido bajo mi abrigo.
–Es un buen lugar –dijo mi padre–. Dejan entrar a los fabricantes de perdigones.
Abrí mi maletín.
–¿Qué es esto? –preguntó–. Seis camisas, cuatro pares de medias, dos pijamas…
Para cada uno de mis viajes, mamá hacía una lista así.
–¿Tienen miedo, eh? –dijo mi padre–. ¡Podría robarles un calzoncillo!
Cualquiera pensaría que se había enfadado. Pero yo vi que fingía. Se volvió de es-paldas y echó la lista en su cartera, como si se tratara de una carta de amor.
Al llegar la mañana, empezó a llover. Devolvimos las botellas vacías y, con el dine-ro, compramos pan y leche. Papá dijo que veríamos a los húngaros por la tarde, pero todo sucedió más rápidamente. Estábamos allí, al borde de la acera, bajo la lluvia, cuando un ciclista salió de la fila y se paró.
–¡Te reconocí! –dijo.
–Tú tampoco has cambiado –contestó papá.
–¿Dónde vives?
–En las islas –y mi padre miró lejos, por encima de la fila de bicicletas.
El otro arregló las pinzas que estrechaban su pantalón:
–¿Hace cuántos años?
–Veinte.
–¿Quién era este? –pregunté.
–Martin.
Encendió un cigarrillo, su mano temblaba.
–Increíble –dijo–. Vive, pedalea, como antes. Era carpintero, y todavía lo es.
Fue así como empezamos a encontrar a los húngaros.
Era temprano; envuelta en colores al pastel, la ciudad dormitaba en el vapor. Bajo los puentes, los vagabundos estaban ya despiertos: les oía carraspear y escupir.
Parados frente a la catedral, contemplamos la mole de piedra rosada, la inmensa torre que araba en el cielo.
–¡Mira eso!
Se puso en cuclillas a la puerta de una tienda y me apretó: en el espejo del vidrio, la catedral apareció con dos torres simétricas bien proporcionadas.
–¿Qué dices? –preguntó, orgulloso–. Cada noche, a las diez, las campanas empie-zan a tocar. Cierran las puertas de la ciudad y el carrillón invita a los hombres a entrar.
Estuvimos acurrucados frente al espejo.
–¿Sabes? –dijo–. Cuando llegué aquí, creí que de entonces en adelante esta sería mi ciudad. Hubo un tiempo en que, a toda costa, quise amar a esta gente.
–¿Y ahora?
–¿Ahora? Ya tú ves. No conozco más que a mis compatriotas.
Al día siguiente era domingo. Abrimos las ventanas y, acostados sobre la cama, es-cuchamos las campanas de la catedral. Empecé a sentir amor por este lugar. El tañido de las campanas, el vapor opaco, los vagabundos carraspeando bajo los puentes.
Desayunamos en una cafetería, sumergimos en silencio los croissants en el café. Pa-pá estaba sumido en sus pensamientos.
–¿Has visto a ese tipo frente a la puerta? –me preguntó en el coche.
–¿Le conoces?
–Se parece a un amigo –dijo.
Más tarde, vimos la famosa Línea Maginot. Dimos la vuelta a los bloques de con-creto armado en fila a lo largo de la orilla del Rin. Todos miraban hacia la ribera opues-ta: los franceses esperaban el ataque alemán desde allí.
–¡Y luego llegaron por detrás! –papá se rió.
–¡Y he aquí la sede de la Europa Libre! –declaró bruscamente en pleno bosque.
El camino de sirga que seguíamos se perdió en la vegetación.
–Sobre ese pino gigante, clavamos una flecha. “Budapest, dos mil kilómetros”. Vi-víamos aquí, en un campamento, después de la revolución. Ochenta muchachos de veinte años.
Cuando volvimos a la ciudad, era mediodía: los vagabundos tomaban el sol frente al restaurante universitario.
–¿Está Stefan? –preguntó mi padre a un viejo barbudo.
–¿Stefan? ¿Le conoce?
–Está dentro –contestó un joven menos desconfiado.
Nos pusimos en la fila.
–Es un viejo truco –explicó mi papá–. Entran por la salida, donde no se les pide cu-pones. Terminan los platos y siempre hay alguien que les trae para repetir.
–¿Tú les traías?
–Me traían –contestó papá.
El vagabundo de la mañana estaba solo en una esquina de la sala. Era flaco, fijaba sus ojos en la mesa, su pelo ralo se pegaba, húmedo, a su nuca.
–¡Hola, Stefan! –dijo mi padre.
El otro sonrió, con la boca torcida.
–¿Me reconoces? –preguntó–. Te veo desde hace días. ¿Has vuelto?
–¿Por qué no me hablaste?
–Creí que no querías verme.
–Te buscaba.
Su cara se contrajo, las palabras crujían en su boca.
–¿Este es tu hijo? –preguntó.
–¡Trae para repetir! –me dijo mi padre, y yo corrí para que me llenaran el plato.
–¿Es para mí? –con cautela, Stefan me rozó la cabeza.
–¿Tú me buscabas de verdad? –preguntó.
Mi padre asintió.
–Porque a mí ya nadie me busca. Cuando veo a los de antes, me doy la vuelta, les evito. ¿Y tú? –preguntó–. ¿Qué te pasó en América?
Mi padre se encogió de hombros y permaneció mudo.
–Se me fue el apetito –dijo Stefan–. Ustedes deben irse ahora, ¿no es así?
Su mano temblaba, y se rió con la boca torcida.
–Tu amigo te encontró –dijo el viejito barbudo con devoción.
–¿El coche es tuyo? –preguntó Stefan.
Nos paramos frente al hospedaje de los cursos de verano, bajo las ventanas de los húngaros.
–Yo no subo –dijo Stefan.
–Yo tampoco –la frase se me escapó–. ¡Te esperamos en el auto! –dije a papá.
–¿Cuántos años tienes? –me preguntó el vagabundo.
Se lo dije.
–Yo también tuve una hija. Cuando llegó a la mayoría de edad, fui al juez y le dije que quería verla.
–¿Hace mucho tiempo que no la ves?
–Hace mucho.
–¿Y?
Stefan calló; había perdido el hilo.
–¡Y qué! ¿Acaso esto te interesa? –y prosiguió–. Se concertó el encuentro. Solo que yo, la verdad, me desperté temprano bajo el puente. Me afeité, lavé mi camisa en el canal, estuve listo cuando apenas se levantaba el sol. Y el encuentro estaba señalado para la tarde.
Otra vez, Stefan calló.
–Bebí, sí. No quería más que un solo vaso, para que mi mano no temblara. Tuve miedo, mucho miedo de conocer a mi hija… Tú con tu padre, ¿te llevas bien?
Hice un gesto afirmativo.
–Ni me dejaron entrar –continuó–. De vez en cuando, acostado bajo el puente, miro todavía a las mujeres. Pero, desde ese ángulo, todas se parecen. ¿Cuál es la mía? No lo sé.
En las ventanas, los húngaros nos hacían grandes señas amistosas.
–¡Ven! –me dijo.
–¡Subimos! –les grité, y agarré por la mano a mi amigo.
–¡Así que son profesores! –dijo Stefan–. ¿Quién es el miembro del Partido?
–Soy yo –contestó un gran hombre silencioso.
–¿Entonces, eres tú quien los cuida?
–¡Come! –y le tendieron el plato.
Y prosiguió, con la boca llena, mi amigo:
–¿Qué enseñas?
–Ruso y francés.
Stefan perdió el equilibrio sin haber tocado la bebida.
–¡Come, diablo! –le pusieron el pan en la boca–. ¿Por qué no vuelves a casa? Te en-derezaríamos, ¡especie de expatriado!
Más tarde, cantaron. Yo los miraba: todos ellos se parecían así, sentados encima de las camas, gritando a plena voz. Una luz terca brillaba en sus ojos, llenaban, con rabia, sus vasos de lavar los dientes.
–¿Por qué quieres que yo vuelva? –preguntó Stefan al del Partido–. ¡Especie de re-patriado!
Abrí la ventana. Un humo espeso flotaba en el dormitorio.
Llovía. Estábamos sentados en el coche.
–¿Te acuerdas de los boticarios? –preguntó Stefan–. Los dos tienen su farmacia. El pequeño rumano y su amigo son dentistas en Andorra.
–¿Y Babo?
–Babo abrió una escuela de baile.
–¿De quién más sabes? –preguntó papá.
–De ti, por ejemplo –contestó Stefan–. Puedes preguntar. Yo sé de todos. Hay tres muertos, uno se suicidó: tú sabes, Lajos. Tres locos: el pobre Továris saltó del tren.
––¿Por qué?
–Quisieron repatriarle, y él no quiso. No era tan loco a pesar de todo.
–Conmigo lo intentaron también –dijo después de un silencio.
–¡Tipos tremendos los amigos de papá!
–¿Quieres verlos? –preguntó Stefan, y papá agitó la cabeza.
–¿Y tú?
–¿Yo? –Stefan hizo una mueca–. Ya te lo dije: yo los evito. ¿O son ellos los que me evitan? ¿Qué importancia tiene…?
–¿Y tú? –preguntó más tarde–, ¿qué haces? Recuerdo que escribiste un libro.
Mi padre guardaba silencio.
–Veo que tienes un auto y un hijo. Y sin embargo, algo falla en tu historia. ¿Qué buscas por aquí?
Mi padre no contestó. La lluvia no quería parar.
–¡Dime! –prosiguió el amigo–. ¿Has pensado en esto? Tú y yo, y los demás… ¿Por qué se dañó nuestra vida?
–¿Conoces la balada? –Y papá recitó:
“Porque nuestra cornamenta no cabe por las puertas, solo cabe en los valles. Nues-tro cuerpo fino no se viste de trapos, solo de frondas. Nuestros pies ligeros no pisan en las cenizas de los hornos, sino en la blanda hojarasca. Nuestros labios no beben en copas, solo en fuentes frescas”.
–En una palabra –dijo Stefan–, somos cornudos. Este Far West nos traicionó. ¡Ven! –añadió. La lluvia había cesado–. Compremos vino en la tienda del griego. ¿Tienes tres francos?
–¡Adivina! ¿Qué tengo en el bolsillo? –me preguntó al volver.
Me trajo higos y dátiles.
–Alguien me los puso ahí.
Arrancó el corcho de la botella y, con los ojos cerrados, se echó al coleto un largo trago.
Cayó la noche.
–¡Vamos! –dijo mi padre.
–¿Quieren comer otra vez?
Una larga fila de estudiantes extranjeros serpenteaba frente al restaurante. Nos ca-llamos.
Mis vacaciones pronto terminarán. Pediré la llave al conserje y olvidaré a mi padre y a sus húngaros decrépitos.
–¿A dónde quieres ir? –preguntó en el coche.
–A ninguna parte –contestó Stefan.
Fumaron un cigarrillo. Ahora hablaron en francés, y eso cambió el tono de la con-versación.
–Llévame al campo –dijo finalmente Stefan–. Tengo un escondite, estarás allí en media hora.
Ya no percibía las distancias, ni la medida del tiempo: el lugar del que hablaba es-taba a cinco minutos del centro.
–¡Párate aquí! –dijo en una esquina.
Permanecimos en el coche. La lluvia volvió. Stefan miraba el tablero de mandos sin decir una palabra. El cigarrillo se le cayó de la mano, lo recogió. Estaba perdido, como los viejos caballos de carrera en el matadero.
–¿Necesitas algo? –le preguntó papá.
Sacudió la cabeza, y entonces vi que lloraba.
–¡Qué rápido se fue la vida! –dijo–. ¿Te acuerdas? ¡Qué carnaval! ¡Qué revolución!
Abrió la puerta, salió:
–¡Bueno! –dijo.
Mi padre me miró: una luz rojiza brillaba en sus ojos. Salimos del coche nosotros también.
–¡Adiós, Stefan! –le dije–. ¡Hasta pronto!
–¿Cómo? –el orgullo de las fieras le hizo erguirse–. ¡Nosotros no nos vemos nunca más!
Caminaba, caminaba bajo la lluvia. Mi padre encendió el motor. Al llegar al hospe-daje, me dijo:
–El fabricante de perdigones no perdió el tiempo. ¡Ven, vamos a sacudir tu colchón!
Me revolví en la cama sin poder dormir. Así son los amigos de papá: traen consigo algo que agita el aire a su alrededor.
–¡Duerme! –me dijo–. Mañana nos vamos. ¡Olvídalos! –añadió–. Si les sobrevivi-mos, no morirán completamente. Guardaremos su recuerdo. ¡Sobrevivir! –dijo–. ¡Qué vergüenza! Y sin embargo, es nuestro único deber.
Nos despertamos tarde, el sol ya estaba por encima de los techos. Hicimos mi ma-letín, bajé la jaula hasta el coche.
–¡Papá! –dije–. ¡Vamos a verle!
Pensaba que quizás ya no viviese.
–En tu lugar, no volvería –me contestó–. Se dice que el que vuelve atrás, se convier-te en estatua de sal.
–¿En qué piensas? –me preguntó más tarde, en la autopista.
–Pienso que, si eso es verdad, ¿por qué hemos vuelto aquí?
–Tienes razón –contestó–. Olvidé el proverbio. Quise averiguar. ¿Estás enfadado?
–Pienso…
–¿Qué piensas?
–Me pregunto si la manada abandona a los ciervos heridos.
No me contestó.
–Investigaré en casa y te lo diré por escrito.
Sabía que le dolería eso de nombrar la casa de donde estaba excluido. Así era cómo nos separábamos cada año. Enfrentados, desesperados. De no ser así, ¿cómo hubiéra-mos podido separarnos en la puerta?
Pero papá no me contestó. Este año estaba más cansado que de costumbre. Cuando me abrazó, su camisa tenía el olor de Stefan.
Las vacaciones terminaron. Pedí la llave al conserje, subí a mi cuarto el conejo y la jaula.
La oscuridad cayó. Abrí el maletín. Mis cosas estaban cubiertas con un cartón gris que decía: “Gustavo Gruñón, fabricante de postas”. Me asomé a la ventana. En el fon-do de la noche, contra el cielo, lentamente, majestuosos, avanzaban los ciervos.
Del libro Cartas a mis hijos (Editorial Silueta, 2018), que será presentado próximamente.
Georges Ferdinandy
(foto: cortesía del autor)
Georges (György) Ferdinandy (Budapest, 1935) abandonó su país después de la revolución húngara de 1956. Publicó sus primeros libros en francés, por los que obtuvo el Premio Mundial Cino Del Duca 1961 y el Premio Literario Antoine de Saint–Exupéry 1964. Se doctoró por la Universidad de Estrasburgo. Fue profe-sor de la Universidad de Puerto Rico durante treinta y seis años. Entre 1976 y 1986 colaboró como crítico literario para Radio Free Europe, de Munich. Su obra ha sido traducida al español, alemán, búlgaro e in-glés. Recibió el Premio Pen Club de Puerto Rico en 2000. Es miembro de la Academia de las Bellas Artes de Hungría.