Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Narciso: Humo y espejo

MIRZA L. GONZÁLEZ

 

Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo
envolviendo los labios que pasaban…
 
Rostro absoluto, firmeza mentida del espejo.
El espejo se olvida del sonido y de la noche
y su puerta al cambiante pontífice entreabre.
Máscara y río, grifo de los sueños…
 
Granizados toronjiles y ríos de velamen congelados,
aguardan la señal de una mustia hoja de oro…
 
Ya el otoño recorre las islas no cuidadas, guarnecidas
islas y aislada paloma muda entre dos hojas enterradas…
 
Espirales de heroicos tenores caen en el pecho de una paloma
y allí se agitan hasta relucir como flechas en su abrigo de noche…
 
Desde ayer las preguntas se divierten o se cierran
al impulso de frutos polvorosos o de islas donde acampan
los tesoros que la rabia esparce, adula o reconviene…
 
Así el espejo averiguó callado, así Narciso en pleamar fugó sin alas.
 
Muerte de Narciso.

(Fragmento).
J. Lezama Lima.

 
 

Era soltero, de bigote negro tupido, cejijunto, y a sus espaldas se decían muchas cosas. Corría el mes de agosto y hacía un calor sofocante. A la una, cansado de fregar pomos se quitó la bata blanca, salió a la calle, hizo derecha en la esquina de Cuatro Palmas, caminó un corto trecho buscando la ruta más cercana a su hogar y, en la intersección de Armenteros, dobló a la izquierda. Le restaban cinco minutos más para llegar a su destino. Los caminó con lentitud, manteniéndose estoicamente en la acera donde con persistente rigor azotaba el sol del mediodía, a la mitad de la cuadra cruzó la calle, perpendicularmente, hacia la acera opuesta, y entró en la casa. Siguió por el pasillo lateral, a la derecha de los dormitorios, con su hilera de arecas, hasta el final. Ignorando las preguntas de la tía atravesó la cocina-comedor llegando al patio. Una vez en él, se desplazó metódica y cuidadosamente por el pequeño camino de lajas en dirección a la zanja, hasta que éstas terminaron. De ahí, evitando salpicarse los pantalones blancos con la tierra aún enchumbada por el último chubasco mañanero, saltando de piedra en piedra, se aproximó a la negra mesilla de hierro recién pintada, y tomó la tijera, en actitud de espera sobre la superficie brillante. Allí descansaba su jarra, limpia y reluciente, donde tomaría su limonada diaria, de nueve limones verdes, a las tres de la tarde. Al llegar donde la tierra se termina y se inclina abruptamente por el paso de la Zanja Real, se inclinó y cortó las mariposas blancas que, ignoradas y ocultas desde la altura del patio, crecían profusamente a todo lo ancho del terreno pendiente y cercano al agua. Eran sus flores favoritas. Después de aspirar su perfume tomó parsimoniosamente la dirección en reversa, hacia la casa, y se encaminó directamente a la cocina, entró, tomó de un aparador una jarra de cristal transparente, la llenó de agua y la llevó a su cuarto. Allí colocó las flores y, en posición ritualista de brazos alzados, mientras pronunciaba unas frases inaudibles, depositó el recipiente de perfumadas mariposas sobre la cómoda. Se acostó. Dormiría o descansaría por un rato, antes de que sirvieran el almuerzo. Estaba cansado.
  Se llamaba Narciso Pérez de Oca, tenía treinta y cinco años y de lunes a viernes trabajaba en una farmacia. Los viernes por la noche y los fines de semana le gustaba salir y entretenerse como cualquier soltero, siempre que sus compromisos políticos y familiares se lo permitieran. Trataba de evadir, cuando era posible, la realidad que como un molde de hierro lo atrapaba. Ansiaba la libertad y soñaba con volar libremente. Frente a la rutina y el tedio su mente se expandía y adquiría una diferente capacidad: la traslación. Mientras su cuerpo ocupaba el espacio físico del cuartito posterior en la farmacia de Luis Hernández, en la calle Real, entre la Ferretería Ochoa y el Club Fotográfico, durante varias horas al día, ajetreando con recetas prácticamente ilegibles, como escritas en arameo, “lavando pomos”, como decía en tono burlón su “hermanito”, el vago de Gualberto, o “emulsionando menjurjes”, frase preferida de su cuñada Cele, maestra recién graduada, y culta latiniparla en vías de desarrollo, Narciso viajaba con su imaginación por países lejanos, lugares impensados, y experimentaba multitud de sensaciones. Aún cuando era de mente vagarosa, cosa curiosa… nunca, que él supiera, se equivocó en sus recetas. O tal vez sí, pensaba, pero nunca se enteró. Aunque… indudablemente… su medio preferido para expansionarse y escapar de la realidad era la música. Sobre todo le gustaba tocar los tambores. Tal vez porque las variantes tonales que extraía al sonar los parches, espejeaban, y le recordaban, sin saberlo, la selva, los animales furiosos en la antesala de la rabia, o trémulos de lujuria, cercanos y aspirantes a la hembra en celo, o en actitud de entrega, pasividad sumisa contrastiva al salvajismo, acariciados por la lengua de la madre. Se transformaba y a veces percibía, mientras tocaba, entre el tuntún que corría vibrante de las manos y los brazos a los oídos y golpeaba retumbante en la bóveda que encierra los sentidos, el olor de la violencia, agria y sudorosa, tan opuesta a los efluvios medicinales, y a la monotonía diaria de su vida y su trabajo.
  Eran variados los comentarios que de él se hacían: que se quedaría solterón; que estaba enamorado de un imposible, algunos afirmaban que de la seriecita y devota Cele, su “casi novia”, antes de decidirse por su hermano y convertirse en su cuñada; que había sido el niño mimado de su mamá; y que no le gustaban las mujeres. Algunos llegaban tan lejos en sus especulaciones que ya le habían buscado pareja: su amigo de fiestas, con quien a veces lo veían en el parque: Dionisio Latrocha. Resulta que Dionisio, además de buen amigo era, en su opinión, quien mejor le daba a los cueros y a quien, como resultado, había elegido de compañero en el campo de la música. Compartían algo más: su gusto por el canto. Ambos poseían magníficas voces, uno de bajo, el otro de tenor. Y hasta se parecían físicamente, Dionisio dos años mayor, un poco más trigueño, y de ojos más claros; por lo demás eran de la misma estatura, compartiendo además del óvalo de la cara, igual cejijuntez y boscosidad del bigote, igual cuadratura de la frente, y entradas y color de cabello semejante. Como si fueran hermanos. Eran, debo agregar, un par de buenos mozos. Andaban juntos siempre que podían, compartiendo las horas ociosas, las de esparcimiento, y su afición por la música. Se reunían a menudo en sus salidas, y muy tarde en la noche los viernes y los sábados en el cuarto de Dionisio. Allí se quedaba Narciso muchas veces a dormir. En contraste con Narciso, Dionisio carecía de familia inmediata. Nada se sabía de sus padres. Lo había criado una tía que vivía por San José, cuya triste e increíble historia se contará en otro momento; y el joven se había mudado a Güines solo, porque el Banco Central había trasladado la sucursal donde él trabajaba a ese pueblo.
  Así comienza la historia del farmacéutico y el bancario. Dos buenas personas cuya amistad tendría un trágico final. No solamente compartían Narciso y Dionisio el gusto por darle al cuero, el canto y las fiestas, sino que sin saberlo estaban enamorados de la misma mujer. Inocencia Bella era conocida de los dos, y aparecía muchas veces en sus fiestas y cuando “descargaban” con otros amigos, Jorge Meleiro y Armando Pachín, la buena música cubana y la española. Jorge, con los güiros, aunque era también un gran flautista, además de gaitero fenomenal, y según la colonia gallega del pueblo, digno heredero de su abuelo en ese arte, junto a Armando con la guitarra, contribuían a animar el ambiente cuando se reunían con Narciso y Dionisio. Frente al parque, en el café El Globo, así llamado por el gran globo rojo y amarillo que de noche se encendía a un costado de la puerta de entrada, se reunía el grupo cuando se aburrían del paseo nocturno. Allí se bailaba y se tomaba, cuando se permitía, o se podía, reuniéndose de diez a quince personas en esas bachatas, de naturaleza, público y actividades cambiantes, que se transformaban de acuerdo a los parroquianos que allí se asentaban a diferentes horas del día y de la noche. Llegaron los días en que cantos y bailes se alternaban con quemas de cañaverales, interrupciones del fluido eléctrico y otros actos de sabotaje. Con los tiempos se fueron reduciendo las bebidas, el ánimo, y los personajes.
  Inocencia Bella, a quien los amigos no llamaban Ino, ni Bella, aunque lo era a morirse, sino Oce, y a veces Ocelinda, o Inobela, entonaba muy bien acompañando a los músicos pero, más que nada, le gustaba bailar. Entonces era toda agilidad y movimiento. Tenía indudablemente el don escénico, sabía presentar una imagen teatral, y a veces cuando cantaba, y venía al caso, adoptaba poses de diva, irguiéndose y empinando el pecho, para dar las notas altas, con una gran presencia operática. En estas actuaciones el público se refería a ella como Inobela. Italianizando la ele, le pedían a coro, “ópera Inobella, ópera… canta un aria de Rigoletto…” …o algo por el estilo. Y ella, con una graciosa genuflexión, los complacía. Sin duda alguna, era en las tertulias donde más brillaban todas las dotes personales de Oce.
  Aunque era la más joven del grupo iba a las bachatas de El Globo escoltada por Abelardo, quien disfrutaba al verla pasar un buen rato, sana e inocentemente. Oce era en aquella época novia para unos, enamorada para otros, de Abelardo Wong, alias “el Chino”, “poeta a ratos”, decían algunos, “alma fina”, otros; “bolsillo lleno”, los demás… y “dril cien”, la mayoría, porque cuando le daba por mostrar su porte de elegante, ése era el traje que usaba. Y, por poco lo olvido, también le decían “Mesiú Guerlain”. Exudaba el perfume. Era un frasco ambulante de Guerlain. Y… para completar su retrato: algunos más, burlones malintencionados, cuando los veían paseando por el parque, comentaban muy bajo, entre dientes, temerosos de ser oídos, ahí van “la bella y la bestia”. Ayyy… envidiosillos de mi pueblo… criticones e injustos. En verdad, Abelardo era un hombre atractivo.
  Oce tenía veintidós años muy bien llevados, era simpática, avispada, y se destacaba sobre todo por su destreza en el arte de la conversación. La chica le hacía amplios honores a su segundo nombre. Parecía una bella ninfa escapada de una égloga de Garcilaso. Sus ojos claros, de reflejos verdosos, resaltaban en una piel nacarada y límpida, fresca como el agua. Aureolaba su faz una frondosa cabellera castaña, de suaves ondas y más bien corta, cuyos pelillos rizados, o rulos, le circundaban las sienes y la frente. Y era versión popular que, por alguna razón especial, al lado del Chino, que no era mal parecido, resaltaba aún más su belleza.
  Abelardo era la tercera generación de una familia china muy querida, asentada en mi pueblo hacía poco más de un siglo. Unos decían que el padre de Abelardo, chino casado con cubana, tenía una cadena de restaurantes en los Estados Unidos, además de ser el dueño de dos grandes carnicerías, una en la esquina de mi casa, la otra en la plaza. Otros, amantes de la prosapia y conocedores de la legendaria colonia china establecida en la capital, desgajada en mi pueblo, queriendo darle un toque linajudo a las historias que se tejían, afirmaban en voz baja que la familia era descendiente en línea directa de la famosa dinastía Hu Chin Tao, proverbiales enemigos de los odiosos y comunes Chi Hun Tao con quienes muchas veces eran confundidos; y que por esa razón se habían cambiado el apellido optando por el Wong, propio de un famoso guerrero entre sus antepasados. Y otros más, dilectos en las artes marciales y guerreras contaban que el abuelo chino afirmaba ser descendiente de un alquimista integrante del famoso grupo que, en su afán por encontrar el elíxir de la juventud, había llegado al descubrimiento de la pólvora en el siglo VIII, y que generaciones posteriores a ese mismo linaje, donde figuraba el Wong, habían inventado el cohete, la pistola y las bombas. A Abelardo Wong, específicamente, no se le conocía trabajo y aparentaba una edad indefinida: las apuestas al respecto fluctuaban entre los treinta y los cuarenta años. También alegaban algunos en el pueblo que tenía poderes sobrenaturales y que podía curar enfermos, así como enfermar a los sanos. Tenía dos dedos de la mano izquierda arrugaditos, guarabeaditos de blanco y cubiertos de cicatrices, como si se le hubieran quemado. Parecían dos guiñapitos. Cachito “el Negro” aseguraba que ése era el precio iniciático del antiquísimo cabildo chino-cubano, Achecheré-Sing, el cual consistía en cortar los dedos índice y del medio de la mano izquierda a sus sacerdotes mayores, remojarlos siete semanas en una tisana de hierbas especiales y de nombres difíciles (que ahora no puedo recordar) y volverlos a colocar en la mano después de secarlos por un número de días bajo ciertas condiciones secretas. “Más no puedo decir -añadía Cachito- me arriesgo a ser excomulgado”. Así, sencillamente pegados, sin micro-operación alguna, sin aguja ni hilo, sin rastros de sutura, como por arte de magia. Cachito, experto en esas materias, y perro faldero de Abelardo, que se las sabía todas, aseguraba que de esa magia emanaban sus poderes. En verdad, a Abelardo Wong, alias el Chino, lo respetaban; aunque nadie se explicaba cómo Oce se había enamorado de él. Inescrutable misterio.
  Abelardo tenía dinero. Este interesante personaje de mi pueblo vivía en las afueras, en la calle Habana, un poco después de la Villita Jabón Candado, y un poco antes de la finca de Daniel Alfonso, en una gran casa cuyos terrenos ocupaban algo más de una cuadra, de frente y de fondo, en extensión. La casona era por fuera de mampostería, con dos pisos y medio. Digo medio porque en el tercer nivel habían fabricado un salón en el centro de lo que sería el tejado del segundo piso, rodeado por balcones, o corredores anchos, todos del mismo tamaño a su alrededor, que eran una réplica incrementada de los portales corridos y encolumnados del primer piso. El salón, aventanado y encristalado alrededor, de techo alto y pronunciado, rematado por la canasta invertida de tejas rojas, típica del tejado oriental, rompía completamente la simetría del resto de la arquitectura. La mansión, vista en la distancia y en su totalidad, se asemejaba más a una torre que a una casa. Precisamente por ello, algunos se referían a esta construcción, inusual en el país y mucho más en un pueblo de cuarenta mil habitantes, como la casa del torreón chino. Para ser sinceros, la casona era una rareza en mi pueblo, y un tópico de conversación casi constante. Y estar en la torre como yo estuve, en una ocasión memorable de la cual hablaré en otro momento, visitando a Abelardo por unas cuatro horas, más o menos… creo, porque allí perdí la cuenta del tiempo, fue una experiencia inolvidable. El simple hecho de encontrarse allí, disfrutando del ambiente, tanto interior como exterior, fue para mí una especie de aventura maravillosa. Una vez que el visitante se sentaba o reclinaba en sus mullidos asientos y canapés, la vista se colmaba, admirando silenciosamente el arte y el buen gusto que primaban en la decoración del salón, tanto como el oído, rociado con un tintineo casi continuo: una gran lámpara, de delgadas laminillas de bronce, limpias y bruñidas, colgaba del techo, articulando su sonido con el bordoneo del aire, a la vez que reflejaba doradas chispas con los toques del sol. Rodeada de ventanas, en la torre circulaba el aire libremente. Contribuían al escenario idílico de los exteriores, las enredaderas de buganvilia, lluvia de oro, galán de noche, y jazmín que por allí crecían y subían desde el suelo, extendiéndose y abrazando barandas y columnas, muchas de ellas florecidas. Macetones chinos sembrados de gardenias contribuían al decorado y al perfumado ambiente. Debo añadir que unos árboles frondosos, plantados en los terrenos de la casa preservaban la frescura, y salvaban a los habitantes del calor canicular de los veranos interminables. En un rincón de los vastos terrenos de la propiedad, oculto por las sombras, había, vaga reminiscencia del oriente, un pequeño jardín japonés con su correspondiente estanque y flores de loto. Podría aseverarse, sin mentir, que si el interior del salón de la torre remedaba una lujosa tienda árabe en el desierto, copiada de Las mil y una noches, el exterior era una visión cercana al paraíso. Si mal no recuerdo en los terrenos circundantes había, por lo menos, dos inmensas ceibas, varios árboles de aguacate, y tres de mango, los más sabrosos que he comido en mi vida. Magdalena, la cocinera de la familia, era famosa, entre sus muchas virtudes, por la mermelada que hacía con esos mangos, así como por su excelente café, el típico cubano, así como un té, exquisito y único, de flores de loto con sabor a mango. Y… pequeño paréntesis para un curioso detalle: Magdalena fue la primera persona en hacer notar que su mermelada, contenedora natural de fructosa y levemente edulcorada, con su receta especial de miel de purga, bajaba los niveles de glucosa en la sangre. De ahí que muchos diabéticos de mi pueblo trataran de conseguir la mermelada de esta poco famosa dietista natural, excelente por su intuición química y medicinal y por la comprobación de sus productos curativos a través del tiempo.
  En el primer piso de la casa estuve varias veces, acompañando a mi padre, quien, en más de una ocasión, ayudó a desenredar algunos problemas legales de la familia, y el lujo era sibarítico. Demetrio Wong, padre de Abelardo, viajaba mucho: a los Estados Unidos por el asunto de sus restaurantes, al resto del mundo por placer, y también por negocios, turbios decían algunos malintencionados. De sus viajes traía también objetos de arte, muebles laqueados, cuadros repujados en plata, y muchas, pero muchas antigüedades, principalmente de Europa, del Oriente Medio y de Asia. Recuerdo que tenían bellezas en jarrones chinos, vasos y mesas de jade, verde y rosado, y de alabastro; mantones de Manila y cojines preciosos de Cachemira; porcelanas y cristales ingleses, italianos y franceses, y demás exquisiteces. A esta casona, usualmente silenciosa, iban personalidades: hombres y mujeres de negocios locales e internacionales y últimamente productores y distribuidores de puros cubanos. La industria del tabaco era la avenida más reciente de las que incursionaba Mr. Wong. Con este intento, y para hacer más fácil y lucrativa esta nueva fuente de ingresos, había adaptado una de las habitaciones de su mansión a salón humidor, adonde concurrían personalidades del jet-set internacional y fumadores adinerados. Allí se exponían y degustaban muestras de los mejores habanos del mundo y se exhibían grandes humidores para la venta. También se vendía la versión del humidor personal, pequeño, en forma de caja de tabaco. Los había de caoba, de ébano negro y de hueso de toro. En ocasiones especiales se abría el salón para ofrecer clases prácticas de corte y encendido, cata descriptiva y teorías sobre combinaciones posibles con bebidas espirituosas para la máxima degustación del producto.
Muchos, pero muchos y variados artículos vendía Mr. Wong, como le decíamos al señor, en tiendas reducidas en tamaño pero grandes en la riqueza de su contenido, dispersas por barrios de la Habana antes del fidelato. Otros objetos quedaban como adornos de la casa. Todo esto se lo dejaron a la revolución pues se marcharon del país en el año sesenta. Después de su marcha tuvieron que acordonar la casa y vigilarla día y noche, porque sombras desconocidas poblaban los jardines desde el anochecer, y a veces se escuchaban sonidos de palas y azadones cavando la tierra. Rumoraban los vecinos que en esos terrenos había tesoros enterrados, y que la casa tenía una serie de sótanos con escondrijos impensados, y almacenes subterráneos que se comunicaban entre sí por medio de pequeñas puertas disimuladas, donde la familia Wong había ocultado sus riquezas a través de los años, y que ahí estaban enterrados los abuelos chinos, momificados, envueltos en telas de hilos de oro, guardando y vigilando sus riquezas, igual que las momias egipcias.
  A pesar de ser rico, Abelardo no alardeaba de adinerado. Tenía el don de la poesía, lo que muy pocos sabían. Ximena Flores de Campos, mi vecina del fondo, me contó que doña Rosita (conocida literariamente como Rosa Té… o The), laureada poeta y periodista, respetada entre los grandes de la literatura modernista latinoamericana, directora de una revista literaria y, a la vez, de una de las mejores escuelas de mi pueblo, le comentó, en más de una ocasión, que había leído poesías suyas, muy buenas por cierto. Añadiendo que, el susodicho, iba una vez al mes a una tertulia literaria en La Habana, a compartir la lectura de sus poemas con un grupo reducido y muy selecto, que se reunía en la casa de un tal Lizama o Lezama; contribuyendo con sus propias creaciones y, económicamente, a la publicación de una revista literaria. Espíritu fino poseía Abelardo. También se decía que el tercer piso de la pequeña mansión era para su uso exclusivo. Los escritores que lo visitaban la llamaban entre ellos “la torre de alabastro”, porque las varias mesas, pequeñas, pero de diseños originalísimos, esparcidas por el salón entre divanes y cojines, además de un baño completo, con poceta sumergida, eran de esa preciosa piedra. Allí se encerraba horas y horas, en algunas ocasiones, cada cierto tiempo, quizás para darle salida a la inspiración, tal vez deprimido. En verdad no se sabe. Lo cierto es que, cuando tenía sus crisis, en la torre pasaba horas, sin comer, a veces adormilado, tal vez opiado, entre libros, plumas y papeles, y ripios de lectura ilegible a su alrededor, arrugados, en el suelo o en las mesas. De ello daban testimonio las sirvientas que hablaban más de la cuenta. Abelardo era neurótico, y a veces un halo de hipocondría le ensombrecía el corazón. Así era en la época que yo lo conocí, después cambió… con el tiempo. El tiempo, escultor de vidas. El tiempo tiene manos de escultor.
  Ni Norma, ni Marta, Sonia, ni Carmita, Emma, ni Orietta, Maria Laura, Fefa, Merceditas, Mercy, Nenita, ni Rosita, asiduas asistentes a las fiestas del grupo de “El Globo”, ni otras chicas, también atractivas y simpáticas, llamaban la atención, ni despertaban el interés de Narciso y Dionisio. Ambos, sin comunicárselo entre sí, no despegaban los ojos de Oce.
  Oce era hija de los Sánchez, gente muy querida de mi pueblo. Los hermanos Sánchez, Fidel y Fidelia, habían heredado de su padre una gran ferretería, localizada en la calle Real. Allí ambos trabajaban, ayudados por dos empleados, y a veces por sus respectivas hijas, todas mujeres, ningún varón, que ya estaban creciditas. Fidelia, viuda, vivía con Oce, hija única, en los altos del negocio, piso grande, que compartía con su hermano, su esposa y su prole. Las primas de Oce, Florencia y Sílfide, eran todo lo opuesto a sus hermosos nombres, ni agraciadas, ni dulces, ni simpáticas. Sin embargo, ello no obstaculizó para nada la vida del clan, que se deslizaba felizmente, en un mar en calma, en armonía. Vivían bien. Irónicamente, el triunfo político del fidelismo fue el acabose. La revolución destruyó de un fogonazo, y de manera definitiva, los lazos del cariño, la confianza y el respeto en muchas familias y especialmente en ésta. A partir de los sesenta hubo siempre, hasta que pusieron distancia física entre ellos, guerra declarada. Guerra declarada de la que mucho se habló en mi pueblo, la que se contará en otro momento.
  A pesar de que Abelardo siempre tenía atenciones con Fidelia, ésta se oponía a la posibilidad de un noviazgo. Este hombre le inspiraba una desconfianza profunda. Cuando lo comentaba con su hermano, a quien no le desagradaba del todo el enamorado, y a quien consideraba un buen partido, lo único que le venía a la boca era en su contra. Y repetía, como un mantra, algo de lo siguiente, o todo a la vez: “No me importa que sea rico; no creo que sea el hombre para ella. ¡No la hará feliz! No confío en él”. El hermano le replicaba, eres muy injusta, les estás desgraciando la vida a los dos. Y Fidelia, de nuevo con el sonsonete, y para cerrar: “Puedo ser injusta, pero soy sincera”. Ocelinda, por su cuenta, engañaba a la madre, negándole que existiera nada entre ellos más que una buena amistad. De ahí que se encontraran en la calle, o en las fiestas, adonde iba con sus amigas, sin que la madre sospechara la relación que hacía largo tiempo se estaba gestando y fortaleciendo.
  Nunca se imaginó Fidelia que la historia impondría, a partir del año cincuenta y nueve, profundos cambios en los planes de la vida, en el cómo, el cuándo y el porqué del viajar, y en el dónde trabajar, vivir, y morir. Estilos de vida, y fórmulas nuevas, que incluían lugares y circunstancias totalmente diferentes a los acostumbrados se concretaron de repente ante los ojos asombrados de todos los que pensaban que eso podía pasarles a otros, menos a ellos, y ocurrir en cualquier lugar del mundo menos en su propia tierra. La separación de los enamorados ocurrió sin que Fidelia tuviera que mover un dedo. Bueno… más o menos. Abelardo se fue con la primera camada. Tuvo que marcharse con el resto de su familia, prometiéndole a Oce que la mandaría a buscar. Para entonces Abelardo había cambiado su estilo de vida. Salió de su limbo de irresponsabilidad y apatía y se entregó junto a su progenitor al manejo, y más que nada a un afán perentorio de salvamento de los negocios familiares, convulsionados y en peligro de ser arrebatados por los embates del tsunami revolucionario. El viaje se hizo para España, donde establecerían un negocio, en el mayor misterio y con rapidez, pues era altamente comprometedor que lo supieran. En el último año de Batista padre e hijo trataron de sacar la mayor cantidad posible de sus riquezas del país. Después, burlando las medidas del gobierno revolucionario para conservar las divisas y evitar la fuga del capital. Innumerables veces, a través de los negocios que el padre hacía con el exterior y utilizando todos los contactos posibles. Para dejar más en firme la relación, Abelardo y Oce contrajeron matrimonio por lo civil, contando con casarse por la iglesia en el extranjero. Sí le regaló a la amada, antes de irse, dos recuerdos familiares: un collar de perlas barrocas y un espejo con marco de plata repujada. Mala suerte le trajeron las perlas porque se multiplicaron en lágrimas, casi instantáneamente; lágrimas vertidas por la interminable serie de separaciones y golpes de nostalgia preludiados por Abelardo. Y en el espejo se contemplaba, grandes ratos, buscando la cara del amado, o respuestas a las incertidumbres de su alma. ¿Quién sabe? Y Fidelia, por detrás, empecinadamente continuaba, con quien fuera, lejos de los oídos de la hija, con ronroneos gatunos, socavando las bases de la relación entre Inocencia y Abelardo.
  Muchísimas personas se fueron de mi pueblo. Empezó con los abogados del Bufete Planas, las seis hijas del médico Mochín, él pudo salir un año después; el juez Goyate, los Sánchez, los Regalado, los Boyer y muchos más. Lo que había comenzado con el éxodo de algunas familias, continuó con la violencia de un río cuyo torrente se vuelca al mar con intenciones de vaciarse, transformándose con los años en un hilillo, que con la constancia de su fluidez se empeñó en continuar la tarea de vaciado.
  Narciso y Dionisio, mientras tanto, con el pretexto de la amistad y para aliviar la soledad de Oce, procuraban acompañarla y la visitaban a menudo tratando de mantenerse al tanto de su vida. Sin embargo, y sin que se percataran el otro, ni los otros, trataban de conquistarla. Disimuladamente, desde siempre, le hacían regalos, intentando ganarse su atención: bombones, libros, hebillas para el cabello, pañuelos finísimos, de cabeza, así como la variedad ya tan fuera de uso, utilizados para absorber exudados nasales y lacrimosos, comprados en El Encanto, antes del fidelato; y después, cuando se conseguía algo, lo que fuera, desde cubiertos impares de plata hasta un poco de pintura, manteca para freír o la “teta” de una cafetera. La bella Inocencia, por su parte, se sentía atraída por los dos jóvenes y cada vez se sumergía más en la ciénaga de la confusión ya que Abelardo se mantenía en contacto con ella como el primer día, y se preguntaba cada noche, cuando en medio de su aturdimiento trataba de conciliar el sueño, como la Marcela de la comedia española, a cuál de los tres amaba. ¿Ocurriría algo entre Ocelinda y uno de los chicos? ¿Caería Oce por soledad, nostalgia, por comentarios negativos de la madre hacia Abelardo, o por pura atracción sexual? Algunos dicen que sí. Se habló hasta de un aborto provocado, cuando hallaron un feto en la zanja del parque, envuelto en un pañuelo finísimo con etiqueta de El Encanto, atado con cintas rosadas, enredadas entre desgajadas mariposas blancas.
  Se complicó grandemente la salida de Oce del país, a pesar de todas las gestiones del esposo en ausencia. Algunos decían que ella misma la retrasaba. A los dos años, con muchos esfuerzos, y por terceros países, Abelardo vuelve a la isla para investigar de primera mano los rumores que le llegaban, con la idea de convencer a Oce y gestionar desde allí su partida, costara lo que costara. Forja un plan con la ayuda de un personaje del gobierno pagando una suma exorbitante y regresa a España, donde había establecido un casi floreciente negocio de puros cubanos. Al fin logra su salida.
  Fue en una parada, en Berlín, destino final Rusia. En un vuelo Habana Moscú, con motivo de un intercambio estudiantil entre Cuba y la Unión Soviética cuando, la que nunca llegaba, escondida en los servicios del aeropuerto por un contacto muy bien remunerado, y sacada de los sanitarios en un carrito de paños, frazadas, líquidos desinfectantes e instrumentos de limpieza, fue transportada a un camión que hizo el recorrido hasta Madrid, con sólo las paradas imprescindibles para satisfacer las necesidades esencialísimas de alimento, combustible y físicas, y entregada, en su destino final, a su esposo, el amoroso y persistente Abelardo. El Chino, preparado para recibirla, la alojó en un apartamento bastante bien montado por el Parque del Retiro, muy cerca del Museo del Prado.
  Mentiría si les dijera, amables lectores, que comieron perdices y fueron felices. Todo lo contrario. No fueron suficientes el amor ni los halagos de Abelardo para contentar a Ocelinda, quien pronto justificaría su tristeza y laconismo por el distanciamiento de la madre. No tardó el Chino, antes del año, en reunirla con su progenitora, pero eso no bastó. La mirada nublada de Oce se hacía más hosca cada día, aun cuando lucía costosas joyas y vestidos de diseñadores; y los viajes a París, Barcelona y Londres, donde Abelardo tenía amistades y socios de negocios se hacían más frecuentes. Nada prendía la chispa de su sonrisa, ni de su mirada. Ningún motivo encontraba Abelardo que iluminara sus ojos. La armonía preciosa en su faz de muñeca habladora, gesticulante, alegre y perspicaz, se difuminaba como una pintura antigua excesivamente expuesta a los estragos de la luz, del sol, y del tiempo. Si hubiera contado cómo se sentía, hubiéramos sabido que en el fondo de su corazón y su cerebro había dos pequeños nichos vacíos, imposibles de ser ocupados por nada ni por nadie. Gran secreto, que no le comunicó ni a su madre. Sólo le interesaba recibir cartas de su pueblo. Se las leían y parecía prestar cierta atención. Muchas veces la engañaban, contándole cosas que no eran ciertas, ocultándole situaciones tristes y desesperadas para no contribuir a su depresión. Sí sabía de siempre, por personas que llegaban, ya que las cartas nunca han podido ser tan explícitas, los esfuerzos de Narciso y Dionisio por salir del país. Sin embargo, sabían Abelardo y Fidelia por la misma vía, aunque se lo ocultaban a Oce, los trabajos que éstos pasaban, y que Narciso había estado preso. Una de las últimas cartas había llegado a su poder sacada de la isla por una persona de visita en España, y cumpliendo el pedido de entregársela a Abelardo en su propia mano, contaba un episodio reciente sobre los amigos: que a Dionisio y a Narciso se les había presentado finalmente la oportunidad de salir del país, que alguien trató de enredar a Narciso involucrándolo en conversaciones comprometidas y que lo logró; que fue acusado y perseguido por la seguridad del estado, que le arruinaron el viaje, y tal vez la vida. Que Dionisio había renunciado a su salida por no dejar solo a su amigo. Cuenta el portador de la carta que se habían ido los dos del pueblo, huyendo a la orden de detención de Narciso, y por unas semanas no se supo de ellos. Algunos decían que venían a horas extrañas a la casa de las mariposas. Cuando se enteraron de la noticia, Abelardo y la madre decidieron no mencionarle la misiva a Oce con el fin de proteger su salud física y mental. La carta, escrita medio en clave para evitarle problemas al mensajero, se transcribe a continuación en función de su relevancia y como documento histórico de los tiempos:
  “Dr. Fu Manchú: Querido médico chino, ojalá todos estén bien. Unas pocas líneas que la bondad de este conocido hará llegar a sus manos para ponerle al día sobre sus amigos, sus gatos siameses, y demás objetos de cristalería dejados a mi cuidado. El lavapomos musical y su pana, con quienes compartimos tan buenos ratos, estaban listos para irse con ustedes. El Cachitopolo interesado en los pomos hizo algunas gestiones con razón de conseguir más recipientes de cristal, que no es fácil. Por supuesto que el pomero se disgustó por la insistencia y lo inapropiado del momento. La cosa se puso fea, la casa se incendió y los pomos se rompieron. Los siameses aparecieron en el agua, abrazados entre las mariposas. Qué pena. Los amigos unidos como siempre. La oficialidad reporta que han salido por el mar. Avísele a la Tebaldi. Cuando pueda mándeme las medicinas. Gracias eternas. Los recuerda Armando”.
  Sin que se lo dijeran Oce adivinó la tragedia. A partir de entonces perdió el apetito y le dio por desvanecerse. Llegó a tal punto que se negó a salir de la casa. Primero se recluyó en su dormitorio y después se refugió en su cama. Todo esto coincidió con un período de rarezas. En la habitación empezaron los suicidios de frascos y vasos que se lanzaban al aire y caían al piso con estrépito; se disparaban las puntas de los lápices, y los papeles… ¡ay! los papeles… con ínfulas de aves, se elevaban y salían revoloteando por la ventana. A ellos se unió un día la pequeña alfombra frente a la cama, que, voladora, se escabulló entre las persianas, detrás de unos pajarillos asustados en desbandada, en centelleantes piruetas elípticas hacia el cielo huyéndole al jardín. Ningún médico encontró razones físicas para explicar su conducta de enferma. Perdió en pocas semanas la gracia y agilidad de sus movimientos corporales. Adoptó un estado casi permanente de laconismo, del cual salía cada vez con menos frecuencia, emitiendo murmullos sutiles como el susurro vagaroso de la seda. Se le oyó murmurar en más de una ocasión: “venimos de una fábula y tenemos que regresar a ella”. La luz de su espíritu parecía atenuarse un poco más cada día. Era una luz agonizante. Languidecía. El tejido del tiempo se le escapaba entre los dedos. Se deshacía por minutos como un tapiz podrido. Se desleía… Se fue convirtiendo en algo borroso e impreciso. Y llegó el momento en que se evaporó… y se deslizó… polvorosa… como un suspiro en sombras por la ventana. Lo último que se percibió fue el vislumbre de sus pies, que cual dos palomas grises se alejaron aleteando hacia el firmamento. Al fondo se escuchaban los gritos enloquecidos de Abelardo y de Fidelia. Así me lo contaron.
 
 
Del libro Caracol de sueños y espejos (Editorial Betania, 2018).
 

Mirza L. González
(foto: cortesía de la autora)


 

Mirza L. González, nació en Güines, La Habana, Cuba. Residió durante 40 años en Chicago, donde obtuvo un Master en Artes Liberales y Literatura (M.A.) de Loyola University (1965), y su Doctorado en Filosofía y Letras (Ph.D.) de Northwestern University (1974) en Evanston, Illinois. Fue catedrática de DePaul University en Chicago (1966-2000) donde alcanzó el rango de Full Professor. Entre otras valiosas contribuciones a DePaul, introdujo y enseñó cursos sobre literatura caribeña, cubana, afro-hispana, del exilio y revolucionaria. Ha recibido numerosos honores y premios, entre los que destaca el “Cortelyou-Lowery Award for Distinguished Faculty: Excellence in Teaching, Research, and Service”, de DePaul University, en 1996. Ha publicado tres libros: La novela y el cuento psicológicos de Miguel de Carrión (Miami: Ediciones Universal, 1979); Literatura revolucionaria hispanoamericana (Madrid: Betania, 1994), antología crítica de obras revolucionarias de diversos géneros literarios; y Astillas, fugas, eclipses (Madrid: Betania, 2001), su primera colección de cuentos. Sus tres artículos sobre Miguel de Carrión, Jesús Castellanos y la revista cubana Orígenes, aparecieron en Dictionary of Twentieth Century Cuban Literature (Westport: Greenwood Press, 1990). Artículos suyos y capítulos sobre literatura y autores cubanos y latinoamericanos han sido publicados en diversas revistas literarias y libros. Sus artículos más recientes son sobre el teatro cubano-americano. La Profesora Emérita de DePaul University actualmente reside en la Florida.

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2 comentarios el “Narciso: Humo y espejo

  1. Dr. Juana Goergen
    01/04/2019

    BRAVO. Enhorabuena. Fantástico cuento.

  2. Maria
    02/04/2019

    ¡Delicioso cuento que me ha dejado intrigada por conocer a fondo a estos personajes! Gonzalez escribe con gran detalle y elocuencia – algo que rara vez se destaca en el mundo literario en estos momentos, especialmente en los EEUU. En este corto relato no solamente nos lleva a un tiempo y lugar que muchos cubanos recordamos con nostalgia, sino que nos presenta con la triste realidad de lo que muchos pasamos al tener que dejar nuestra vida rutinaria y a veces hasta poco apreciada donde lo común tomaba aire de importancia – y que nos llenaba de esperanza y felicidad – para comenzar una aventura impredecible donde lo que fue nunca mas sería. Espero que la autora continúe este cuento y nos de el placer de seguir conociendo a estos interesantes protagonistas.

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Esta entrada fue publicada el 16/03/2019 por en Narrativa.