Años atrás publiqué un texto sobre Abelardo Estorino que no quise escribir. Pero él había muerto y nadie me entregó las colaboraciones que solicité para la revista que preparaba. No puedo ya deshacer lo hecho. Tampoco voy a explicar la unidad de lo que sigue, porque no hay ninguna. ¿Habré aprendido algo desde entonces?
No anunciaba ser gran cosa en el teatro cubano al aparecer por primera vez una pieza suya en 1961. Por error, esa vez en Lunes de Revolución trastocan sus nombres en “José Abelardo”. Menos singularidad hay en sus orígenes. Ninguna anécdota de predestinación. Ni siquiera eso de que casi adolescente vendía revistas por las calles de Unión de Reyes para conseguir el envío de novelas por entregas, como Rebecca, de Du Maurier, de la que nunca olvidaría el comienzo: “Last night I dreamt I went to Manderley again…”
Llegué, llegamos, a su casa, por un ejercicio de clase de periodismo televisivo. Aunque mi recuerdo más antiguo de él es anterior a conocerlo: su nombre impreso entre los libros que una amiga compró en la Feria del Libro: Vagos rumores, en 8,50 pesos. (El precio no lo memoricé, años después encontré el recibo entre las páginas de otro volumen.)
Nos conoció proyectando una imagen-nada-que-ver: acompañados de camarógrafo, de chofer. La impresión primera que causaba correspondía al estereotipo del anciano escritor. Perdimos la grabación de Abelardo Estorino mostrándonos el primer ejemplar que vimos de Yo Publio. Confesiones de Raúl Martínez, porque en el Canal Educativo 2 reciclaban los casetes. Todo empezó de veras por ese libro. La relación de ambos era un secreto público, sabía de ella ese “todo el mundo” que lo tenía que saber. Elizabeth y yo nos propusimos una entrevista para conseguir la perspectiva que Abelardo Estorino seguía reservándose. Y lo obvio: nuestra vida siempre está a punto de cambiar.
El pintor Raúl Martínez había completado antes un cuaderno para niños. No he vuelto a repasar Los cuentos bobos. Solo conservo la anécdota de uno de los relatos en la voz de Abelardo Estorino. Un girasol pregunta a Alberto hacia dónde va. Este anuncia que va a cazar cocuyos. El girasol le advierte que los cocuyos no salen de día. Alberto decide recoger girasoles, arranca el girasol de la tierra y lo coloca en su solapa. ¿He dicho que escucho voces?
Repetía que el dramaturgo Rolando Ferrer había sido decisivo para lanzarse a escribir. (Abelardo Estorino intervino como extra en el estreno en 1954 de Lila la Mariposa.) Uno de sus mejores cuentos sobre Ferrer era el de ambos, junto a Adela Escartín, en abril de 1961, durante una guardia de milicianos en la azotea del Teatro Nacional. La actriz profetizaba enfática: “¡Caerán las bombas, ya caerán!”, y Ferrer y él aterrorizados. ¿Por qué esos republicanos españoles no buscaron su revancha de 1939 en otra parte? Él no comprendía nuestra risa, ni siquiera la explicación de que esa posta era el punto estratégico más desprotegido del país.
Lo siguiente no es un defecto, solo una característica: toda su valentía, búsquenla en su teatro.
Con un “Abelardo” de nombre, ¿cómo preferir llamarse “José”? En su familia le decían “Pepe” –para diferenciarlo del padre, Abelardo Quirino. En su círculo de amigos, desde los cincuenta, “Estorino”. Al escuchar a gente del ambiente teatral nombrarlo “Pepe”, le comentábamos: “Claro, ellos lo conocen desde que usted correteaba de niño por Unión”.
Su teatro lo fue haciendo, advierte Graziella Pogolotti, “como quien no quiere la cosa”. Piensen en estas palabras: como quien no quiere la cosa. ¿Cuál era su motivación? No la sé. Rutinas, para todo, excepto escribir. A cualquier hora uno llegaba, lo encontraba acodado sobre la mesa, frente a la pantalla, y él abandonaba la computadora.
Dormía en una de las dos habitaciones de arriba. Su cama era baja, sin bastidor, junto a la ventana cubierta con el sobrante de un lienzo. Un listón ancho de madera hacía de mesa de noche. Y sobre este, una lámpara plegable y un pomo de Vics, de cuyo vencimiento no había querido enterarse. Por lo general leía largo rato antes de acostarse, a un par de metros, en la silla Bertoia, amparado por una luz (mortecina, como debe ser cualquier luz seria.)
Y siempre su jarra con agua al borde de cualquier mesa. Se las arreglaba para conseguir colocarlas en el equilibrio más precario posible. Así rompió muchas. Y siempre la pregunta retórica: “¡Chico, ¿por qué lo hago?!” Las personas densifican por costumbre las situaciones más nimias. ¿Dije ya que me lo recuerda la tía Léonie de En busca del tiempo perdido? Cuando quería imitar el estilo coloquial, acudía al “chico”. No sabía ser costumbrista. Por eso la perfección de sus diálogos. Frases que parecen salir de nosotros, pero no.
El Instituto Cubano del Libro, en uno de sus alardes publicitarios de tiempo en tiempo, en la serie de marcadores que imprimió con los Premios Nacionales de Literatura, estampó la yerma y traída frase: “Yo creo en lo que está vivo y cambia”. Sí, la fama de La casa vieja ha terminado afectándolo. A ese Esteban que remeda a Lorca, lo interpelará la protagonista de Medea sueña Corinto: “¿Por qué esa necesidad de cambiar?” La Medea de Abelardo Estorino, como sus antecesoras del canon, es una emigrada, pero sobre todo, una mujer cansada. Son tan solitarios los protagonistas de sus obras con múltiples personajes como los de sus monólogos. La Nina de El baile pareciera la eterna debutante de La gaviota usando la prenda falsa de Maupassant en un salón de Jane Austen.
Ante la abuelidad desbordada hacia Adry, hija del pintor Ismael Gómez Peralta, le preguntamos a Abelardo Estorino por qué Raúl y él decidieron no tener hijos. Nos contestó que no habían querido reproducir el esquema familiar “burgués”. Había escuchado bastante el término según Marx, pero fue de él de quien oí primero esa palabra tan empleada por Nabokov a la usanza de Flaubert, como sinónimo de “personaconvencional”, o sea, “filisteo”.
Se le señala (Gran Deducción) al escenario bíblico de Los mangos de Caín el residuo presbiteriano de la infancia del autor. Cuando lo conocí, lo único que quedaba de ello era la costumbre de rezar padrenuestros, cuando no contaba ovejitas, para combatir el insomnio. ¿Por qué no acudir a influencias más cercanas: a los pastores de Esperando a Godot, o a esos otros hermanos de Al este del Edén? Por la obsesión con Freud.
Fue el escritor Jesús Díaz quien supervisó en 1965 el acto de repudio de alumnos de la Universidad de La Habana a la puesta de Los mangos de Caín, dirigida por Magali Alabau, tras la segunda función en el Colegio de Arquitectos. (En Cuba se sabía que Dios omnipotente no había uno solo.) Para 1971, durante una gira de Teatro Estudio, contaron al propio dramaturgo que el montaje de La casa vieja por un grupo de aficionados del pueblo de Matahambre había sido interrumpido debido a una lista de autores prohibidos que incluía a Estorino, Ionesco, Pinter, Piñera. (El orden es alfabético).
¿No ven cómo se acerca su Milanés?
Varias son las versiones de cómo surgió La dolorosa historia del amor secreto de don José Jacinto Milanés. Que por la asesoría a una puesta de El conde Alarcos por Armando Suárez del Villar. Que por la preparación de un programa radial. Que por el estímulo de la directora de Teatro Estudio, Raquel Revuelta. Que por el pasaje del entierro de Milanés en 1863, narrado por la sobrina nieta en Aquellos tiempos… Memorias de Lola María: el cortejo de literatos cargando un féretro del que salían borlas de colores con flores. Supongo que cada una sea la misma razón fragmentada.
Aunque permaneció alrededor de un año investigando en la Colección Cubana de la Biblioteca Nacional, su Milanés es su Milanés. Ambos nacieron en la provincia Matanzas. Ambos fueron primogénitos de familias numerosas. Ambos son autores de una obra no muy profusa. El conde Alarcos se había asumido en 1838 como denuncia cifrada del colonialismo español, sabemos qué está denunciando Abelardo Estorino en 1974. En su “Y ellos… ¿De dónde viene su linaje? ¿Dónde están los títulos, los castillos, dónde están los escudos y los pergaminos? ¿Qué tienen? Onzas, solo onzas relucientes escondidas en arcas de madera”, Abelardo Estorino vierte la protesta del Teodoro de El conde Alarcos: “¡Sangre noble…! ¡Sangre oscura…! No entiendo esas distinciones. ¿La sangre no es una misma?”
Esa fue la pieza que tanto agobió a Virgilio Piñera. Así como había conseguido con Dos viejos pánicos superar La noche de los asesinos de José Triana, no logró cuajar el proyecto teatral sobre Milanés con el que pretendía la aniquilación literaria de Abelardo Estorino. Por dos de sus características: el vivir aterrado (del Infierno) y la imposibilidad de salir (del Infierno), Virgilio Piñera encarna en el devocionario cultural cubano al guía de Dante (nos lo facilita también el nombre compartido). Pero hablamos del hombre que había soltado en una tertulia: “De los aquí presentes, Estorino, eres el único que puede estar tranquilo: vas a ser recordado como el autor de La cucarachita Martina”. Asocio a la experiencia de la repercusión del Milanés entre su comunidad literaria, el proyecto abandonado por Abelardo Estorino de un Romeo y Julieta en el que la unión de los amantes no la entorpecían los mayores, sino sus contemporáneos. Su Milanés generó además una hemorrágica saga de poetas decimonónicos en el teatro cubano, ese menú de Milaneses sueltos por ahí, con sus galerías de fantasmas, muertos y más muertos…
Abelardo Estorino no solía hablar mal de otros. Lo más parecido a esto en que incidía era narrar determinado hecho de la persona en cuestión, pero una pura anécdota que no necesitaba agregar juicio. A veces, a modo de broma, como cuando resumía que el padre de José Álvarez Baragaño había costeado a su hijo la carrera de Medicina en París, y que el hijo regresó a La Habana siendo poeta.
Predominan dos tipos de fotografías suyas. En las décadas del ochenta y noventa, junto a los carteles de sus estrenos teatrales. En los dos mil, sentado en el butacón de mimbre pintado de blanco de la sala de su casa. Contrástense las imágenes a medida que envejece: su sonrisa cambió. No fue hasta perder la mayor parte de su dentadura que la prótesis perfeccionó su risa. Nunca había estado conforme con sus dientes.
Supongo que se sentía cansado para los grandes trabajos. Completaba Medea sueña Corinto y la versión para adultos de su versión para niños de la Cucarachita Martina. Escribió y dirigió la adaptación de Pedro Páramo de Juan Rulfo. Asistí a la lectura en su casa de Retozando con Cuca, abril de 2009, que cerró con un cake de Tadeo. (¿Por qué nadie habla de la importancia de la repostería de Tadeo en el teatro cubano?) A los ensayos de Ecos y murmullos en Comala, llevaba consigo una maleta estilo carpeta; y dentro, el libreto, un bolígrafo y un pomo de agua, sacudiéndose en el interior. A la tarde, volvía de la Hubert de Blanck con el pomo vacío y el libreto con nuevas anotaciones.
Rectifico lo anterior de “se sentía cansado para los grandes trabajos”: intentaba terminar la novela.
Dondequiera sacaba el tema. Ello lo involucraba en disímiles situaciones. Al regreso de una fiesta de la actriz Adria Santana, nos contó que hablaba a varios asistentes de su inseguridad con la novela, y que el músico Amaury Pérez le manifestó algo como: “Pero, Estorino, eso no es nada difícil, tienes que…”, compartiéndole algunas estrategias. ¿Que no hay gente para todo? “¡Me estaba enseñando a escribir!”, nos resumía luego en su reseña de la noche. Su reacción era más de perplejidad. Solo le faltaba agregar: “¡Escribir a mí, chico!” Por entonces, creo que Amaury Pérez había publicado un libro de cuentos y dos novelas. Pero esto, creo, tampoco nos lo creíamos.
Para lograr un bonsái. Traer la maceta y ubicarla en el centro de un pasillo lateral sin techo, arrodillarse, comprender que se ha olvidado algo, buscarlo, volver, arrodillarse otra vez… Ver sus dedos en la tierra. Dedos, para mayor torpeza, gruesos. La planta se resistía tanto al enanismo, que pregunté por qué mejor no comprar uno. (“Dinero para quemar”, otra de nuestras frases, préstamo del animado de Bugs Bunny). Sonrió. No tuvo que aclarar que sabía que la planta crecería sin la menor consideración, y que yo debía suponer que a él le hubiese gustado crear la miniatura.
No atribuir su inclinación al diseño a la convivencia con Raúl Martínez. Debe recordarse que a fines de los cuarenta fue rotulista de los almacenes Sears, a la par de sus estudios de Odontología; y que en los cincuenta trabajó en la Organización Técnica Publicitaria Latinoamericana (OTPLA). A partir de un detalle de Guernica, confeccionó el anuncio de Medea sueña Corinto: la figura de Picasso que alza los brazos en clamor, superpuesta en su propia duplicidad, sobre un fondo negro. Se brindó él solo a dibujar para la Fundación Carpentier el primer cartel del ciclo de conferencias “Escritores olvidados de la República”, en el que la palabra “República” descansaba sobre las nalgas y la espalda de una flapper tendida. Molesto por el peso de la edición cubana de El hombre que amaba a los perros, dividió en dos su ejemplar; y su “segundo tomo” incluía en la cubierta el título, el autor, una hoz y un martillo. (A Leonardo Padura no debió hacerle mucha gracia la gracia con su libro, pues no hizo acuse de recibo al correo en el que le adjuntamos copia de la composición.)
Otra escena necesaria: Zenaida, hundida en la butaca, sus piernas sobre una banqueta (en función escabel); Abelardo Estorino sentado a su lado (en el papel de hermano). Miramos una película que dejaron grabando la noche anterior en el VHS o un disco que consiguieron. Por suerte él no se levantaba hasta que pasaran los créditos finales.
Comentábamos algo mientras repetíamos Anna Karenina, de Clarence Brown, y poco antes de que el tren atropelle al guardagujas, hizo una pausa, sin dejar de atender al andén: “Viene el presagio…”, dijo. Me reprochaba, burlándose, que en una tienda yo hubiera comprado High Noon en vez de Citizen Kane. (De nada valía que me justificara con la curiosidad por el experimento cronológico de Fred Zinnemann.) Sin embargo –debo confesarlo–, a los meses huíamos como ratas despavoridas del cine Chaplin, no de las tropas de Kim Il Sung, sino del Otello de Orson Welles, refugiándonos en la sala Charlot de arriba, donde empezaba Cumbres borrascosas, de William Wyler.
Hubiese disfrutado The Dressmaker, de Jocelyn Moorhouse. Por su diseño de producción y de vestuario y, doblemente, por esos elementos de la novela de Rosalie Ham comunes a su teatro. Ese pueblo al que regresa el personaje interpretado por Kate Winslet, Abelardo Estorino lo dinamitaba cincuenta años antes en El robo del cochino; es el lugar al que nos convoca un velorio en La casa vieja; “Guasanimar” lo nombra la Actriz de Las penas saben nadar; semejante al Guasanimar del Sur de su inconclusa novela, en el que se bajaba de un tren un shakesperiano Orestes, travestido en Rosalinda, para lo mismo: otra venganza.
Acusaba a los espejuelos de perder el brillo en la mirada. “Los cristales matan el brillo de los ojos”, decía. Se quitaba entonces las gafas, y dejaba ver sus pequeños ojos apagados. Pero su sonrisa y sus ojos armonizaban. Quizás la edad de su alma coincidía con la de su cuerpo.
Pero, ¿lo que en verdad sentía? ¿Y lo que no dijo?
Sin venir al caso, recitaba el comienzo de Eliot: “April is the cruellest month, breeding lilacs out the death land, mixing memory and desire…” La vez que muy temprano tomé de uno de los libreros La tierra baldía, avisándole al mediodía que había acabado de leerlo, me reprochó: “Demasiado rápido”. Las noches que nos marchábamos, solía despedirnos con Shakespeare: “Good night, good night! Parting is such sweet sorrow that I shall say good night till it be morrow”.
No lo recuerdo nunca en escena.
Carlos Velazco
(foto: cortesía del autor)