Nada le molestó tanto como la actitud del hombre.
Ni la hora y media esperando en aquel shelter asqueroso. Ni los estornudos y la congestión nasal con que la inmensidad de árboles encendió su alergia. Ni las miradas ambiguas de quienes pasaban ejercitándose por el sendero del parque. Ni los mosquitos enormes y renegridos que se movían por los filos de la penumbra para atacar sus tobillos y antebrazos cuando más desprevenido estaba. El hombre entró por la abertura del frente como nacido del resplandor exterior y avanzó seis o siete abúlicos pasos hacia el fondo del shelter. Allí se detuvo y examinó con extraña ansiedad el brumoso techo a dos aguas, el piso de ladrillos, las paredes y la larga mesa que corría por el centro del lugar. Todo parecía merecerle una inusual atención. Todo menos Leo.
Y sin embargo, Leo no dudó un instante que aquella fuera la persona a quien esperaba. Estaba escrito en la estatura por debajo de mediana, el escaso y muy fino cabello negro, la cara redonda donde llamaban la atención dos buches suaves y sonrosados. Aunque no era de complexión gruesa, dejaba una impresión blanda, infantiloide.
Leo maldijo a Sindo.
Lo había encontrado hacía más de una semana en la salida (que para Sindo en ese momento era la entrada) de Altamira Libros y ya podemos medir la expresión de desconcierto que llevaba Leo en la cara por la alarma de su amigo:
—Te ves mal, guajiro, ¿algún problema?
Leo había creído que encontraría alivio entrando en la librería, pero estaba mucho peor. El contacto de los libros en sus manos, el olor del papel impreso y en tránsito de envejecer, la expresión angelical (cuasi estúpida) del librero tras la caja registradora, y la dulce paz con que deambulaban los escasos clientes resultaron nefastos para su estado de ánimo. Se entiende entonces que frente a su amigo de toda la vida sintiera una irrefrenable necesidad de ser comprendido y confesara su conflicto, mientras las luces de los negocios iban abrillantando las aceras de Miracle Mile, que los paseantes recorrían con la despreocupación de las personas a quienes les sobran tiempo y dinero.
—Pero bueno, hermano, todo el que escribe ha estado en seca alguna vez. Ya pasará.
Sindo no entendía, y Leo se empeñó en hacer visibles las cuerdas de su problema, algo que posiblemente logró porque su amigo lo observó sonreído (por primera vez en tantos años, Leo creyó descubrir un rescoldo sacerdotal en la picardía campesina de Sindo), sacó una tarjeta de presentación que llevaba en su cartera y la puso en manos de nuestro atribulado personaje.
—No, manito, ese es el número de mi plomero. Mira por detrás… Ahí, el teléfono escrito con tinta verde. Si haces una cita con esa persona, a lo mejor te ayuda.
—¿Y esa persona tiene nombre?
—Seguro que lo tiene, pero ni a ti ni a mí nos importa. Es un especialista en palabras.
Sindo percibió al vuelo el brinco de estupor en la mirada de Leo:
—Oye, no, deja esa cara de teléfono ocupado que el tipo no es lingüista ni ratón de academia, ni menos que menos crítico. Él revisa las palabras por dentro igual que los médicos revisan a la gente o mi plomero los desagües.
—¿Tú lo has usado?
Sindo se enserió y puso una mano sobre el hombro derecho de Leo, quien confirmó su anterior percepción: esa tardenoche su amigo se gastaba una pasta sacerdotal inédita.
—Sí y no… y ahí está la cosa. Atiende. Llevaba como un mes reescribiendo la misma historia, a punto del desquicie total, cuando Carlitos Pintado me aconsejó consultar al experto en palabras. Me dijo que él lo hacía mínimo dos veces al año. Como esa noche estábamos de bebentina en la Frikitimba, al principio pensé que el Pintado hablaba en plan de vacile, tú lo conoces, pero unos días después te juro que no pude más, la historia no caminaba hacia ninguna parte y yo estaba de psiquiatra, así que llamé al número e hice cita para el día siguiente. Pues escucha. Esa madrugada, como a las cuatro, desperté con un chorro de palabras saliéndome por todos los huecos del cuerpo. Oye, ¡por todos! ¿Te acuerdas cuando me botaron del trabajo aquel en la imprenta? Fue esa vez, no hubiera podido parar de escribir ni aunque afuera estuviera comenzando el Armagedón.
A Leo no lo acompañó tanta suerte. Tres veces tomó la decisión de hacer la cita y nada cambió. Mientras escribía, todo marchaba con el impulso y la ilusión de siempre; el problema se presentaba más tarde, a la hora de revisar, cuando lo estragaba la seguridad de que las líneas no echaban raíz en la página ni se identificaban con la historia que pretendía contar. Era desolador, frustrante.
A la cuarta ocasión, luego de una bronca con Shamaya por ciertos papeles regados en la habitación de Leo, un sentimiento de respeto hacia sí mismo lo obligó a marcar aquel número en cuya anatomía se acotejaban seis cuatros.
—Buenas tardes, necesito hacer una cita con el especialista en palabras.
La forma en que se desarrolló la llamada debió ponerlo en guardia, reconocería Leo después, al recordar la lenta voz que ni siquiera se tomó el trabajo de preguntar el nombre de quien hablaba o la razón de la cita. Lo único notable en aquella voz era una descomunal indiferencia.
—Mañana, a las nueve y media, en el shelter número doce del Tropical Park. Traiga muestra de lo que ha estado escribiendo y trate de ser puntual, por favor.
Y terminó la llamada.
Hubo otras señales que debieron ser atendidas. Esa madrugada Leo soñó con cocodrilos, aunque nunca llegó a verlos. La persona que él era en el sueño los sabía escondidos en la arena e intentaba detectar su presencia por los reptilianos surcos que dejaban al desplazarse.
Ya en la mañana, mientras esperaba que el motor del carro entrara en calor, leyó todavía un par de párrafos en las cuartillas que había metido dentro de un fólder azul. Tenía la esperanza de que, como en el caso de Sindo, los afluentes del oficio hubieran vuelto a su cauce y él no necesitara recorrer las más de trece millas que el GPS indicaba entre la casa de Shamaya y el Tropical Park.
Pero nada, al final de esas trece millas y de una irritante espera, aquel tipo ridículo ni siquiera levantó una vez la mirada mientras tomaba asiento frente a Leo, y no solo mantuvo después los ojos sobre la larga mesa que los separaba, sino que además comenzó a pasar las yemas de los dedos de su mano derecha sobre la capa de churre que emporcaba la madera. Leo, de su parte, no estuvo seguro de cómo debía reaccionar ante aquellos dedos regordetes y cortos, adornados en la zona anterior de los nudillos por brotes de un vello muy negro y muy suave. En esa observación estaba cuando escuchó la voz acentuadamente baja y oscura:
—No necesita explicar nada. ¿Trajo muestras de lo que ha pretendido escribir últimamente?
Nuevo tropezón. Durante horas, temiendo la llegada de aquel instante, Leo se había preparado para explicar con todo detalle lo que no era fácil de explicar; había incluso considerado rematar su exposición con una imagen tajante, algo así como cuando corrijo lo escrito, siento que las palabras carecen de consistencia, es como si en cualquier momento fueran a levitar de la página. Pero todo ese esfuerzo había sido innecesario y Leo se sintió obligado a establecer posición de una buena vez.
—Si es tan amable, ¿puedo saber con quién hablo?
—Con el pesador de palabras, ¿no se lo habían dicho?
—No de esa manera. Ni siquiera estaba enterado de que las palabras tuvieran peso.
—No lo tienen por sí mismas, eso es algo que sabe cualquiera con un poco de experiencia en el oficio de escribir. Lo adquieren según el lugar en que son ubicadas.
Eso dijo mientras examinaba con peculiar atención la suciedad que había recogido en las yemas de sus dedos, desconectado del esfuerzo que Leo realizaba para controlar la ira y el asco. Un ciclón de ideas azotaba dentro de su cabeza. Pensó en levantarse y salir sin una palabra más. Pensó en abrir el celular allí mismo y mentarle la madre a Sindo. Pensó en suicidarse tragándose la lengua por mentecato y crédulo. Sin embargo, la curiosidad y el temor al ridículo se impusieron. Sacó el fólder azul y lo colocó delante del hombre, que en ese momento unía las yemas de sus dedos de la mano derecha con sus semejantes de la mano izquierda, y por la delicadeza con que lo hizo, Leo habría jurado que esperaba registrar alguna forma de pálpito en el churre. Por fin abandonó tan deprimente ejercicio y recogió (sí, con aquellas manos mugrientas) el fólder abandonado sobre la mesa.
Leo quiso armarse de paciencia (ya estaba allí y le había dado los palos al burro; ahora tocaba dejarlo correr), mientras el otro barajaba las cuartillas, hasta que detuvo la mirada sobre un punto específico; por tanto tiempo y con tan imperturbable fijación, que lanzó a Leo de un empujón en la inquietud típica de quien se sabe enjuiciado y precisa detectar con urgencia señales confiables de lo que está pasando por la cabeza del juzgador, un ejercicio imposible en este caso por la expresión indiferente del hombre que, sin aviso alguno, comenzó a leer en voz alta.
Y entonces Leo se derrumbó. Al escuchar aquella voz escasa de matices, se preguntó cómo se había permitido escribir algo tan malo.
—Demasiado liviano, ¿se da cuenta? Cada palabra está tan falta de peso que…
Leo creyó despertar de un sueño; uno más inquietante que el de los cocodrilos.
—No juegue… Entonces, según usted y si estoy entendiendo bien, la literatura es mala o buena en dependencia del poco o mucho peso de sus palabras.
—Buena… mala… qué penosa jerga. En este caso sería mejor decir auténtica o no. Y si no me cree, tome usted mismo el peso de las palabras en su texto, déjelas sonar en el velo del paladar y ellas le dirán…
El hombre levantó la cabeza y puso a Leo frente a dos pupilas pardas, notablemente redondas, en las que nuestro personaje creyó advertir algo parecido a un cansancio crónico. La mirada pantanosa, los buches rosados y el temor a que esa mirada y esos buches fueran a leer otro fragmento infiltraron una vergüenza pueril en el pecho de Leo, que se preguntó si la arrogancia del hombrecito era en verdad arrogancia o una inusual forma de esconder algún miedo. Como si pudiera escuchar la pregunta que pasaba por la cabeza de Leo, el otro regresó sus lentos ojos a la cuartilla que sostenía en las manos y comenzó a leer nuevamente el fragmento, pero ahora cambiando el orden y la estructura de las oraciones, trayendo palabras nuevas, y sobre todo conectando las frases de una manera que a Leo le pareció casi suicida. Al final, el implacable lector alzó los ojos de nuevo.
—¿Comprende ahora? ¿No lo sintió diferente? No sé con qué objetivo escribió esta historia, señor, pero es obvio que usted fuerza la expresión, obliga a las palabras buscando congraciarse con el lector, y nunca son ellas más livianas como cuando aparecen donde uno espera encontrarlas.
Leo sintió ganas de golpearlo entre los ojos; de hecho, cerró instintivamente su puño derecho, pero en ese momento un mosquito vino a posarse en el lóbulo de la oreja izquierda del hombre. Un mosquito largo, prieto, notablemente flaco, cuya presencia no parecía ser percibida por la víctima y que dejó a Leo dudando qué hacer. ¿Debía avisar de la agresión? ¿Debía extender su mano y espantar el mosquito? Recordó la estrategia que había preparado para explicar lo que ocurría cada vez que revisaba sus textos y se alegró de no haberla puesto en práctica. Aquello de que las palabras querían levitar de sus cuartillas habría dado un argumento insalvable a la opinión del tipo pedante. Respiró hondo y decidió apartar su mirada del mosquito, que en ese momento se inclinaba hacia adelante buscando la piel sonrosada con su aguda trompa.
—Bueno, habrá que poner a engordar las palabras…
—Se equivoca otra vez, señor, la ligereza en literatura no es necesariamente un error. Solo lo es cuando, como en los ejemplos que usted ha traído, proviene de una escritura liviana. En cambio, hay mucha literatura leve y de gran fuerza.
Definitivamente, el pesador de palabras estaba ido, no sentía el ataque del mosquito que comenzaba a hincharse conectado a su oreja.
—¿Y por qué no me da un ejemplo de tan maravillosa levedad?
Quizás este era el momento apropiado para que el hombre sonriera con suficiencia; pero no (de hecho, en lo que iba de conversación, Leo no lo había visto ni siquiera distender sus labios), mantuvo la redondez de sus ojos sobre Leo y habló sin agregar un solo matiz a su monótona voz.
—…quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa juega con precisión…
—Borges, claro.
—Pues sí, Borges. ¿No siente que cada palabra está exactamente en el lugar que su naturaleza pide? ¿No le parece como si el texto corriera sin esfuerzo, con una fluidez incluso superior a la de nuestra real cotidianidad?
A Leo le hubiera gustado negar, pero no pudo, hubiera sido faltarse. El mosquito se veía ahora más grande y más prieto, su parte inferior iba adquiriendo un monstruoso volumen que le daba la apariencia de una minúscula pera negra colgando de la sonrosada oreja. Leo incluso creyó ver una gotita amarillenta brotando de la parte trasera del vampiro y apartó los ojos otra vez. Miró hacia afuera a través de la abertura frontal del shelter. Una enorme iguana avanzaba con toda su calma por el sendero pavimentado del parque y los caminantes se apartaban con premura para franquearle la vía.
—Bueno, Borges es un ejemplo muy cómodo, pero ¿qué me dice de alguien como Carpentier?
—Ese andaba por el otro extremo. Como buen francés, confiaba ciegamente en el peso de las palabras y las amontonaba sin piedad, cuanto más gruesas, mejor.
En el momento que Leo regresaba su mirada al rostro del hombre, este hizo uno de esos movimientos semicirculares de cabeza con los que se suele aliviar algún peso en la nuca y el mosquito se desprendió de la oreja. Intentó un vuelo imposible, dos vueltas de avión averiado, y se precipitó con todo su peso sobre la mesa sin que la reciente víctima diera la menor traza de advertir su existencia ni menos de reconocer el vínculo sanguíneo que ahora existía entre ellos. Con gusto Leo habría aprovechado la indefensión del mosquito para aplastarlo de una palmada y agregar la mancha de la sangre del otro a las muchas que cubrían la superficie de madera, pero el gesto le pareció de una violencia excesiva. ¿Y si todo aquello era una puesta en escena preparada por los bergantes que cada sábado se reunían en la casa de Sindo a beber? ¿Y si le estaban corriendo una máquina? Leo reconoció que solo le quedaba una opción decente: burlarse.
—¿Y qué me dice de Cortázar? ¿Cree que conociera la importancia de controlar el peso de las palabras?
—Claro, y la aplicó con puntual lucidez. Varios de sus cuentos son de una levedad ejemplar, del mismo modo que algunas de sus más conocidas novelas resultan anonadantemente pesadas.
Otra vuelta de tuerca.
—¿Y Lezama? ¿Qué me dice del gordo?
—Lezama fue un outsider en casi todo… Simplemente estaba más allá de estas cosas.
—Pero, así y todo, ¿le parece bien?
—Siempre y cuando uno se le acerque a sabiendas de que recibirá una pedrea.
El pesador de palabras se mantenía tan insensible a las provocaciones de Leo como antes lo había estado a la actividad del mosquito en su oreja. O quizás no…
—Perdone, la conversación es muy amena pero hay cosas importantes esperando por mí. Si le puedo ser útil en algo más, me dice; si no, le ruego que…
—Pero no me ha dicho cómo resolver mi problema con el peso de las palabras…
—Eso discútalo con usted mismo. Quienes dan recetas son los médicos.
La mirada del hombre seguía siendo muy apacible, ¿estaría devolviéndole la burla?
—¿Cuánto le debo entonces por su consulta?
El hombre comenzó a juguetear otra vez con las yemas de sus dedos sobre el churre de la mesa.
—Si viviera de esto, habría muerto en la miseria hace rato. Le agradecería que me dejara solo, eso nada más, debo comenzar a trabajar antes de que llegue el personal de limpieza.
Leo observó la figura que tenía sentada enfrente. Si dejaba a un lado su hábito de jugar con el churre, todo en ella era de una pulcritud ejemplar. Su ropa, el escaso cabello negro, la piel.
—¿Y cuál es su trabajo, de qué vive?
El interrogado puso otra vez ambas manos yemas contra yemas, como si planeara comenzar una plegaria. El hondo suspiro que dejó escapar en ese momento fue la única nota realmente expresiva que se iba a permitir durante todo el encuentro.
—Leo la basura.
¿Se estaba burlando? ¿Usaba el nombre de Leo en un juego de palabras? Ah, no…
—¿La basura? ¿Y alguien le paga por leer en la basura?
—Mejor de lo que usted podría imaginar. Y un detalle: leo la basura, no en la basura.
Este tipo es un cabrón, comenzó a pensar Leo, pero la mirada densa e imperturbable del hombre sentado enfrente lo detuvo.
—Vea, señor. Ayer en la tardecita una compañía de seguros alquiló este shelter para una fiesta y alguien quiere saber qué hizo su esposa mientras estuvo aquí.
—¿Y usted va a convencerme de que puede saber lo que alguien hizo o dijo ayer en este lugar nada más revisando los desperdicios?
El así cuestionado ni pestañó (Leo se preguntó si lo había visto pestañear antes aunque fuera una sola vez), no movió un músculo de su rostro, no erizó ni un pelo de su flojo cuerpo.
—¿Y los arqueólogos no saben por los residuos de la gente cómo se vivía hace miles de años? ¿No cree que sea más fácil hacer eso mismo con desperdicios que fueron descartados ayer? Oiga, yo no quiero convencerlo de ninguna cosa, nada más necesito que me deje solo, debo trabajar antes de que vengan a limpiar el shelter, mientras la evidencia está intacta.
Al salir, Leo examinó el entorno con cuidado. Nada más faltaba que lo mordiera una iguana gigante, y como ese pensamiento le evocó el recuerdo de Shamaya, imaginó la cara de la mujer si se enterara de la razón por la cual había sido recordada. Sonrió por primera vez en aquella rara mañana y decidió no ir al canal. Había pedido el día para atender asuntos personales y en ese momento pocas cosas resultaban tan personales como su necesidad de estar solo.
Detuvo la marcha del vehículo en el Flanigan’s de Bird Road y la noventa y siete. No fue algo premeditado, tomó la decisión a la vista del cartel en la entrada de la plaza. Parqueó y pidió sentarse en el pequeño portal del negocio, en una mesa donde el contraluz proveniente del parqueo hubiera sido un estorbo para alguien interesado en seguir las pantallas de los cinco televisores colocados sobre lo alto, pero que en su caso evitaba el interior refrigerado del negocio y la compañía obligatoria de los clientes sentados a lo largo de la barra.
Efectivamente, en el portal solo había otra mesa ocupada. Dos jóvenes rubios, yanquis sin dudas, seguían un partido de fútbol y bebían tragos de un líquido amarillento, al parecer ron. Habían sido adolescentes hasta hacía muy poco y estaban absortos en las dos pantallas que ofrecían el juego de su interés. De los restantes tres televisores, uno retransmitía un viejo juego de soccer (la antigüedad era obvia por la ropa de los jugadores y la opacidad de la imagen), mientras en los otros dos señoreaban paneles de comentaristas que, al estar el volumen cerrado, gesticulaban sin sentido.
Hubo un tiempo, cuando aún vivía con sus hijos, en que a Leo le dio por ir con frecuencia a los Flanigan’s, y no porque le gustara el deporte, ese circo para imbéciles. Lo que le fascinaba era la manera en que los yanquis participaban de los juegos, diferente al apasionamiento radical de los latinos; esa capacidad de los nacidos en este país para ponerse frente a los televisores con la distendida actitud de quien está en un picnic. Un disfrute sin consecuencias que Leo observaba admirado otra vez en los dos jóvenes rubios.
Pidió una Yuengling al camarero flaco, nervioso y de modos feminoides que lo había sentado. Sacó el celular, se conectó al wifi del negocio y buscó la transmisión del canal. El noticiero del mediodía estaba en desarrollo, como mandaba la hora, y la irrupción del audio hizo que los yanquis apartaran un instante su atención del fútbol. Nada más un instante. Leo conectó los audífonos y ambos volvieron a sus pantallas mientras extendían las manos derechas hacia el trago correspondiente.
Desde que había comenzado a trabajar en el canal, pronto haría tres años, era la primera vez que veía el noticiero desde afuera y no hundido en la larga sucesión de computadoras, el sólido olor de las alfombras, más la premura de quienes iban de una estación a la otra con alguna solicitud siempre urgente. La nueva postura de espectador lo desorientó. Le era difícil aceptar como naturales el decorado, los tiros de cámara y los modales pretendidamente obsequiosos de los locutores, lo impedía el recuerdo de ese espacio y de esas personas como eran en la realidad.
Buscó distancia respecto a la imagen y se concentró en lo que escuchaba. Si la primera y la segunda noticia lo dejaron en babia, la tercera no pudo engañarlo: había sido redactada por Pérez Valero, seguro; el hábito de retener todo lo posible el detalle esencial de la información denunciaba la mano de un escritor de tramas policiacas. Pidió Baby Back Ribs al horno y otra cerveza, con lo que debió abandonar a la mitad una noticia sobre la crisis en Venezuela cuya redacción dudaba si adjudicar a Vázquez Portal (por el filito de ironía) o a Luis Felipe Rojas (por la dura sintaxis de asere irredento). Pero en la siguiente no tuvo la menor vacilación, esa la había escrito Javier sí o sí, quedaba en evidencia por sus puntos de contacto con el portugués brasileño, una cadencia que caracoleó otra vez en los oídos de Leo durante la siguiente información. Estaba convencido de que identificaría la paternidad del estilo florido que pretendía aportar dramatismo a una nota sobre ataques de tiburones en las playas de la Florida, cuando fue interrumpido por el camarero y el olor crujiente de las costillas.
Se desconectó de la transmisión e hizo correr los ojos por el parqueo mientras respiraba con fruición el calor que subía desde el plato, y en ese momento descubrió a la homeless. Estaba sentada (bueno, mejor sería decir que estaba desplomada) en un banco al final del parqueo, con los vehículos circulando a sus espaldas por Bird Road, y tenía al lado un carrito de supermercado lleno de tarecos. Todo era notable en su figura inmensamente gorda y percudida, tan inmóvil, que hubiera podido pasar por una estatua. Leo no dejó de observarla mientras comía, decidido a ser testigo del primer movimiento que hiciera la mujer, aunque fuera para bostezar o rascarse el picor del sol sobre la piel. Recordó al pesador de palabras, sus lentas maneras, la mirada de sus ojos pardos, y decidió abandonar la vigilancia para ir al baño. De paso, se agenciaría otra cerveza.
Al regreso, los rubios aficionados al fútbol y la gorda habían desaparecido, aunque en el caso de esta última la montaña de tarecos permanecía dentro del carrito y junto al banco. Leo quiso imaginar el esfuerzo que debió necesitar la mujer para ponerse de pie, pero se dijo que eso carecía de importancia. En la pantalla que tenía justo en frente, sobre lo alto, dos tipos mastodónticos y vestidos con taparrabos se miraban ojos contra ojos; desde tan cerca, que Leo temió fueran a besarse. Sonrió, sería adorablemente patético verlos intercambiar caricias mientras hacían su mejor esfuerzo para dar a las miradas una fiereza que en el blancocolorao y con envergadura de gorila resultaba bastante creíble; no así en el prieto de músculos concentrados, secos (y por eso mismo temibles), cuyos ojos resistían mal la tentación de meterse entre las tetas de una rubia colocada exactamente detrás de ambos y que levantaba con putería de labio inferior mordido un cartel donde podía leerse: Once and forever.
Esta humanidad anda jodida, pensó Leo, y culebreó con la mirada entre los vehículos del estacionamiento, siguiendo una perspectiva gaseiforme y carente de propósito. ¿Cuánto tiempo había pasado sin regalarse esta inacción contemplativa, sin dejarse estar consigo mismo frente a una jarra de cerveza? Incluso desde antes que el canal lo contratara y su semana se resumiera a levantarse a las cuatro de la madrugada y regresar a las tres de la tarde para darse un baño, reposar algo y ponerse a escribir. El recuerdo de la escritura lo transfirió al recuerdo del pesador de palabras, y ese desplazamiento indeseado rompió la levedad de su estado vegetativo. Alzó la cabeza y comprobó que los boxeadores habían cedido el espacio en la pantalla a un tenista de cara ríspida que mordía el asa de una enorme copa plateada y miraba con malicia hacia Leo. ¿Cómo era posible que los desmanes adolescentes de los primeros tiempos en la casa de Shamaya hubieran terminado en semejante rutina?
Eeeeeesta nocheeeee, la voz lo trajo de regreso; y detrás de la voz, entró en su campo visual la gorda desamparada, desplazándose por la acera con andar de caracol, de derecha a izquierda, eeeeeesta nocheeeee, repitiendo la frase sin un solo matiz de variación en el tono, una y otra vez las mismas palabras, eeeeeesta nocheeeee, con la pastosa cadencia de quien anuncia algo excepcional pero a lo que nadie dará importancia, eeeeeesta nocheeeee, y el sonsonete de la e alargada al principio y al final, más el hecho de que la gorda nada agregaba sobre lo que ocurriría en la noche, hicieron que Leo se estremeciera como si un augurio lo amenazara, y lo incontrolable de su reacción terminó indignándolo contra sí mismo. Quienes observaban desde el parqueo o en la propia acera el paso de la desamparada reían, algunos hasta lanzaban comentarios burlescos que la mujer en trance de indiferencia no parecía escuchar.
Esa actitud de los espectadores hizo suponer a Leo que estaba ante una escena frecuente, puede que hasta cotidiana. Tres cuartos de hora después descubriría que era, además, un ritual cíclico y probablemente infinito. En el momento que la mujer terminó de pasar por quinta vez frente al portal sin variar su letanía, nuestro personaje pagó la cuenta y salió al parqueo. Era la hora en que la mayor parte de las personas en la ciudad comenzaban a salir del trabajo y pronto Flanigan’s estaría repleto de gritones apasionados, dispuestos a asesinar solo porque alguien osara contradecir sus preferencias deportivas. ¡Solavaya!
Su primera idea al encender el vehículo fue visitar a sus hijos, pero se arrepintió de inmediato. Evitaba ir cuando había bebido, aunque solo fuera para no dar a su ex más argumentos de los que ella solita se había agenciado.
Al entrar en la casa, Shamaya estaba sentada en el larguísimo sofá de cuero, con el tronco muy recto, y tenía ambos calcañales apoyados en la nuca, mientras observaba fijamente hacia la pantalla del televisor, donde una mujer en leggings azules e igualmente sentada (aunque sobre una enorme pelota púrpura) sostenía con extrema convicción la postura del Buda satisfecho.
—¿Y eso que te dio por beber tan temprano y en un día de trabajo?
A Shamaya no se le escapaba un olor o cualquier otro indicio de algo que considerara una amenaza para la limpieza o la salud, no importaba lo diminuto e inasible que ese indicio fuera… a menos que se ubicara en el territorio del sexo, donde su ley de excepción era total y perpetua. Tal bipolaridad en su comportamiento seguía siendo para Leo un enigma tan abstruso como la edad de la mujer. Tenía un cuerpo sólido y estrictamente diseñado; viéndola desnuda, se le podía calcular una edad cercana a los cuarenta, hasta que la mirada subía hacia el cuello y el rostro, de piel rojiza y brillo inflamado, que el sol de Miami castigaba sin piedad ni consideración por cremas y protectores. Eran los planos superiores de una mujer en caída libre hacia los sesenta años.
Como no encontró algo breve para responder, y como tampoco se sentía obligado a hacerlo, Leo se encaminó hacia la escalera. Antes de desaparecer en el segundo piso, echó una mirada hacia abajo. Ni la mujer en pose de araña sobre el sofá, ni la que empollaba la pelota púrpura en el televisor se habían movido un milímetro en el momento que Leo entró al baño de su cuarto.
Shamaya había cambiado el paisaje desértico en la alfombra de la bañera por una imagen de tiburones dientudos cuya mandíbula superior resultaba mucho más larga que la inferior, de modo que los escualos vivían una detestable expresión mongoloide. Leo se bañó parado sobre ellos, pasó a su cuarto, puso el seguro de la puerta y se sentó desnudo en la cama. Para mantener una línea de continuidad con lo vivido en la tarde, encendió el televisor y buscó Bein Sport en español. La pantalla entregó a una chica notablemente delgada y de labios muy gruesos que disertó con vehemencia sobre el fair play durante el escaso tiempo que demoró Leo en cerrar el volumen del aparato y dejar a la flaca bembona muequeando a todo color en el rectángulo luminoso. Tomó el celular en sus manos y dudó por un momento si llamar a Sindo, pero decidió no hacerlo. En su lugar, marcó mi número.
Entre burlas y preguntas por el estilo de ¿te imaginas algo más disparatado?, me contó la historia de su encuentro con el pesador de palabras en el Tropical Park.
—Eso sí, debo reconocer que buscaron a un buen actor. No cualquiera puede hacer un papel de comemierda tan creíble.
Su verdadero estado de ánimo, sin embargo, escapaba por las coyunturas de la voz, en inflexiones de las que él obviamente no tenía conciencia y que yo, Dios me libre, tampoco le iba a señalar. Hablaba y reía entregado a la invención de un yo triunfal que logró mantener vivo incluso después que cerró la llamada y quedó observando la pantalla sin ver a la gimnasta que hacía equilibrio sobre la angosta horizontalidad de una barra. ¿Y si escribía el relato de un desamparado buchudo y triste que va por la calle leyendo la basura, sacando secretos de la mierda, poniendo en evidencia derrotas y miserias que los miembros del vecindario hubieran preferido dejar allí enterradas? Una locomotora sin frenos atropelló las neuronas de Leo.
Cayó de un salto frente a su mesita de trabajo, encendió la computadora y así, en cueros, comenzó a armar el esquema del texto posible, atrapando al vuelo detalles que le brotaban raudos y nuevecitos, casi siempre sorprendentes. Utilizaría un narrador de voz ancha e irónica, un dios sobrado que lo juzgaba todo con una engañosa perspectiva en tercera persona que al final terminaba revelándose la de un personaje, otro más entre los que sufrían las revelaciones del desamparado y terminaban por… No, mejor no atarse desde el principio a un final cerrado, eso podía entorpecer el fluir de la historia. Escribió:
No pudo dormir en toda la noche. Las palabras golpeaban contra las paredes de su cráneo con un crujido de escalofrío. Lo que en realidad le molestaba más (lo reconocía con verdadero odio) era el tono cansino y sin brillo de aquel sujeto astroso mientras iba develando las vergüenzas de su relación con Cristina, recuperando todos aquellos detalles hirientes de entre los desperdicios y echándoselos encima como si hablara de algo sin importancia. Nunca es tan terrible lo terrible como cuando se expresa a través de la indiferencia…
Se detuvo con las manos suspendidas sobre el teclado; no sin un gran esfuerzo, es cierto. Necesitó toda su voluntad para resistir el impulso que hormigueaba en las yemas de sus dedos. Sin embargo, estaba convencido de que no debía continuar. No quería más decepciones. El día siguiente, al regreso del canal, imprimiría y volvería a leer aquellas líneas para comprobar si las palabras sonaban aún con el peso que ahora les sentía, si habían echado raíz once and forever en la página.
No se molestó en apagar la computadora. Con movimientos embelesados, se puso el pijama y armó la alarma del celular. Apagó las luces y se acostó. Todavía tuvo tiempo de enviar un mensaje a Sindo: Guajiro hijo de la gran puta, tenemos que hablar. Entonces cerró los ojos.
No pudo dormir en toda la noche.
José Fernández Pequeño
(foto: Ulises Regueiro)
José Fernández Pequeño. Escritor y editor cubano. Ha publicado dieciséis libros en géneros como la crítica literaria, la narrativa, el ensayo y la literatura infantil. Sus últimos volúmenes de cuentos son: El arma secreta (2014) y Memorias del equilibrio (2016). Los últimos premios que ha recibido son: Premio Nacional de Cuento 2013 en la República Dominicana; Medalla de Oro en los Florida Book Awards al mejor libro en español publicado por un residente en ese estado durante 2014; y Premio Nacional de Literatura Infanto-Juvenil 2016 en la República Dominicana. Edita el blog de escritor Palabras del que no está (www.palabrasdelquenoesta.blogspot.com).
Muy bueno. Mucho cerebro bien utilizado.
Y cito:
Todo parecía merecerle una inusual atención. Todo menos Leo.
una impresión blanda, infantiloide.
la expresión angelical (cuasi estúpida)
Él revisa las palabras por dentro igual que los médicos revisan a la gente o mi plomero los desagües.
Se mete en tremendo problema: la escritura del escritor… y lo resuelve.
la voz acentuadamente baja y oscura:
Claro, y la aplicó con puntual lucidez. Varios de sus cuentos son de una levedad ejemplar, del mismo modo que algunas de sus más conocidas novelas resultan anonadantemente pesadas.
Leo observó la figura que tenía sentada enfrente. Si dejaba a un lado su hábito de jugar con el churre, todo en ella era de una pulcritud ejemplar. Su ropa, el escaso cabello negro, la piel.
(Leo se preguntó si lo había visto pestañear antes aunque fuera una sola vez), no movió un músculo de su rostro, no erizó ni un pelo de su flojo cuerpo.
l hábito de retener todo lo posible el detalle esencial de la información denunciaba la mano de un escritor de tramas policiacas
¿Cuánto tiempo había pasado sin regalarse esta inacción contemplativa, sin dejarse estar consigo mismo frente a una jarra de cerveza?
A Shamaya no se le escapaba un olor o cualquier otro indicio de algo que considerara una amenaza para la limpieza o la salud, no importaba lo diminuto e inasible que ese indicio fuera…
Sin embargo, estaba convencido de que no debía continuar. No quería más decepciones.