Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

El cuento del hueco

GUMERSINDO PACHECO

 

Berto se mecía en su sillón, como hacía todas las noches durante los últimos años, cuando vio al borracho que dobló frente a su casa, dando bandazos de un extremo a otro. Solo entonces se acordó del hueco. Aquel trozo de vía tenía un hueco. La tapa de la alcantarilla había desaparecido con la última inundación, dejando la boca negra y acechante, y camuflada por el escaso alumbrado.
  Inicialmente Berto quiso advertir aquel peligro, pero luego empezó a concebir la caída del hombre, a desear el resultado, mirando cómo se acercaba más al orificio, con aquella especie de aversión que sentía por los borrachos, hasta que lo vio desaparecer tragado por la tierra.
  Berto esperó un rato, pensando verlo salir de la negrura, despachando maldiciones y juramentos; pero transcurrió un tiempo razonable, y el hombre no daba señales de vida.
  Por fin se metió en su cuarto, le pidió la pastilla de la presión a su mujer, y se recostó en la cama mientras escuchaba los violines de algún programa dominical. Aunque la televisión tampoco estaba hecha para él. Había vivido rodeado de silencio, casi al margen de la electrónica, y la televisión le parecía demasiado bulliciosa. Únicamente veía Escriba y Lea, un programa histórico donde un panel de eruditos acertaba sucesos y celebridades, y cuyos contenidos lo habían asomado por primera vez a un mundo vasto y desconocido, de innumerables geografías y personajes famosos. El hombre que acababa de caer en el hueco, era una de las pocas cosas que le ocurría en mucho tiempo.
  Se había casado a los treinta y cinco años con la única novia que conoció y en veinte años de matrimonio no lograron descendientes. Al principio no se notaba esa ausencia: la casa se llenaba de sobrinos que venían a registrarlo todo, poniendo de cabeza las habitaciones, y haciendo en casa de los tíos cuantas atrocidades les prohibían en la propia, abusando de aquellos padres huérfanos y tolerantes; pero con el tiempo los sobrinos se fueron alejando, casándose en otros pueblos, generando otros sobrinos desmemoriados de su pasado, y la casa se convirtió en esta especie de sanatorio donde nada ocurría fuera de su propia memoria.
  Berto se tomó su pastilla con medio vaso de agua, y durmió profundamente, sin despertar en toda la noche.
Se levantó a las cinco de la mañana para vender la leche en la bodega, coló el café, se vistió, y luego de haber recorrido un buen trecho, tuvo que regresar en busca de las llaves.
  Cuando salía de nuevo miró en dirección al hueco, y adivinó la cabeza del borracho, más oscura en las sombras de la madrugada. Esta vez ni siquiera sintió impulso de ayudarlo, y confió a la eventualidad aquella labor desagradable. Tenía un pésimo humor. Siempre amanecía de mal humor hasta que el día comenzaba a definirse y el pueblo se llenaba de movimientos. La tranquilidad era para la casa, en la bodega prefería la actividad física y el ajetreo. Sin embargo, durante la venta de leche se le rompieron dos litros, luego actualizó los papeles del almacén, vendió unos granos, y a las once, cuando cerró para volver a su casa, todavía estaba de mal humor.
  Julia, su mujer, tenía listo el almuerzo, y desde que lo vio se puso a preparar la mesa.
  —¿Estás malo…? —se sorprendió de verlo ir directo hasta la cama.
  Siempre se ponía a ayudarla. Era un marido ejemplar en eso de compartir la cocina y las tareas de la casa, y realmente no tenía de qué quejarse. Berto le era fiel hasta la saciedad a pesar de que nunca pudo darle un hijo. Vivían en una casa confortable, se llevaban bien, y cada uno en secreto se sentía solidario de la orfandad del otro.
  —Creo que me va a caer gripe.
  Ella exprimió dos limones en un vaso de agua, y le alcanzó una aspirina.
  —Ya está el almuerzo.
  —No tengo hambre.
  Berto trató de echar un sueñecito, pero no conseguía dormirse. Estaba seguro de que al llegar a su casa, su mujer le contaría del borracho que se había caído en el hueco, en el mismo hueco que tanto has luchado por tapar; pero antes de abrir la puerta, creyó haber visto la cabeza del hombre, como una sombra acusadora. A un costado de la vía daba el fondo de una fábrica de tabacos, y por el otro corría una zanja paralela a la calle. El hueco donde había caído el borracho desembocaba en la zanja. Lo sabía por los muchachos que ponían a navegar barquitos de papel en los días lluviosos. Durante el resto del año era infrecuente ver a alguien por aquella calleja; pero aún así, le pareció irreal y absurdo que el tipo permaneciera en el hueco.
  Toda la tarde se sintió mareado y sin fuerzas. Pasó la jornada en las nubes, deambulando entre frijoles y sacos de arroz, y tropezando con sus compañeros de trabajo.
  Cuando regresó a las siete, echó un vistazo y no distinguió nada. Se detuvo, limpió los espejuelos, volvió a mirar, y sintió que se quitaba un gran peso de encima. Entró a la casa animado, con la frente erguida, convencido de que esta vez Julia le contaría la historia con lujo de detalles y todo el realce que merecía, pero ella no le ofreció ese consuelo. Dónde diablos se metía esta mujer, que sacaban a un borracho delante de sus narices, después de un día entero atascado en un hueco, y no veía ni escuchaba nada… Una cosa tan inusual en un barrio tan tranquilo, prácticamente un escándalo, y no se daba por enterada… Aunque también podía ser que el hombre se hubiera marchado solo, en silencio, para poder disimular su vergüenza; o tal vez alguien lo había recogido sin que su mujer se enterara, por qué iba a enterarse de todo, si ella estaba en sus trajines, barriendo el patio, haciendo la comida, ella era una mujer de la casa, una buena mujer y no una cualquiera para andar atrás del chisme y del dimequetediré.
  Se bañó un poco más tranquilo, y la comida le pareció mejor sazonada. Luego volvió a su puesto del sillón. Todo estaba en orden. Era evidente que la pesadilla había concluido; sin embargo, quién quitaba que el borracho no se hubiera hundido más en el hueco, atraído por su propio peso. Tal vez estuviera sin fuerzas y se le hubieran doblado las rodillas. ¿Y si había muerto…? ¿Y si aún agonizaba y él no le había prestado auxilio…? Podía ser procesado: negación de auxilio, a la cárcel por dejar morir a un pobre hombre, padre de familia, totalmente desvalido y en estado de embriaguez. Porque ya se trataba de eso: de un pobre hombre en estado de embriaguez…
  Desesperado empezó a balancearse mientras buscaba una salida. Casi toda la vida detrás del mostrador, dependiendo de la oscilación de una balanza, había desarrollado en él una actitud conservadora, que meditaba cada paso y sopesaba cada decisión. Aunque ahora no había mucho que meditar. Escuchó a Julia tarequeando en la máquina de coser, y calculó que era el momento oportuno. Se incorporó y salió en dirección al hueco. Necesitaba comprobar, cerciorarse, convencerse que el borracho se había ido de una vez y por todas, y escapar de aquella incertidumbre. Llegó hasta el orificio que ofrecía su boca cuadrada y oscura, y no vio nada. No obstante, cuando se agachó y extendió su mano en la oscuridad, un escalofrío intenso, un corrientazo, recorrió todo su cuerpo. Había palpado una cabeza humana, fría y rígida, y sus ojos, que se iban adaptando a la oscuridad, distinguieron un rostro semiladeado, con los ojos abiertos y la mirada estúpida y ausente. Sintió compasión, ternura, solidaridad; pero no lo socorrió ni llamó a nadie porque una conmoción lo paralizó en el acto, le congeló la sangre, la lengua, los pensamientos. Fue a retroceder, pero estaba como clavado en la tierra. Las piernas no le obedecían. Su cuerpo era una masa caótica y sintió el pecho agitado y convulso. Por fin logró incorporarse, y comenzó a andar, las piernas lentas como un enfermo de muerte, y se dejó caer en su sillón. No supo el tiempo que permaneció allí, sin hablar, sin pensar, mirando sin mirar; pero debió ser un intervalo bastante largo porque Julia se asomó al portal, extrañada de que aún no se hubiera acostado.
  —¡Berto… son casi las doce…!
  Berto no contestó. Sintió necesidad de confesarse, de compartir aquel secreto. Todo había sido sin pensarlo, diría, sin darse cuenta, repetiría, sin imaginarse que el asunto podía llegar a este punto, juraría. Él era buena persona, honesta, sacrificada, un hombre que servía a los demás… Pero Julia no lo entendería, cómo era posible, cómo había sido capaz de abandonar a un pobre hombre, y acostarse a roncar tranquilamente, cómo había vivido ella tantos años al lado de un ser tan indolente que no sentía compasión por la vida de sus semejantes…
Berto se tomó la pastilla y se fue a la cama, pero no pegó un ojo en toda la noche. Aquel rostro frío e inexpresivo se aparecía ante él, con las órbitas desencajadas y la vista perdida. Se levantó varias veces tratando de no despertar a Julia, se tomó dos diazepam, un clorodiazepóxido, y se sentó al borde de la cama a hojear publicaciones de los años cuarenta, adornadas de rubias hermosas y espuma de jabones y aceites de oliva, pero no conseguía desterrar aquella imagen. Le pareció que una sola noche podía llegar a medir años, décadas, y aquélla podía ser la eternidad. Ahora otro ingrediente había empezado a torturarlo: Allí, junto al hueco, estaban sus pasos, el rastro que conducía hasta su casa. Tarde o temprano lo encontrarían. Vendría la investigación, la policía, los perros; y todo apuntaría hacia su casa, a su persona, a Berto Martín Gallego, tan tranquilo como lo creía la gente, él lo había matado, lo había emborrachado, lo había precipitado en el hueco. Siempre tuvo obsesión por ese hueco, diría el delegado. Es un maniático, un criminal, agente de la CIA. Paredón. Consejo de Guerra. El Tribunal Militar pidiendo paredón, fusilamiento. El fiscal pidiendo paredón, los jueces, la defensa, la ira del pueblo. Todo el mundo pidiendo paredón… Estaba tan confundido que de pronto dijo que sí, que era culpable, asesino, que lo mataran, que lo ahorcaran, que lo pasaran por las armas, que lo desaparecieran.
  Por la mañana Berto salió para la bodega sin hacer café. No tenía concentración. Se puso a despachar queroseno, y el líquido se derramaba fuera; probó con el arroz y le ocurrió lo mismo. Al mediodía tampoco almorzó, y la tarde la empleó en organizar la bodega, recogiendo y empaquetando sacos de yute y cajas de refrescos. Pero trabajaba a ciegas, ausente, con el cuerpo en la bodega y la mente en el paredón de fusilamiento. Nunca antes había concebido su final de esa manera. Ni siquiera pensaba en él. La muerte solía ser una noticia, un accidente que podía ocurrirle a los demás. Cuando por fin admitió que él también era elegible, se imaginaba en su habitación, rodeado de sobrinos y de médicos y enfermeras solidarios, con Julia junto a su cabecera; pero jamás había considerado una muerte así, entre gruesas paredes, recostado a un muro gris salpicado de sangre, ante media docena de militares que le apuntaban con sus rifles, que le abrirían la piel y la carne para luego irse a beber y a fiestear sin el menor remordimiento…
  Berto llegó a su casa como una sombra. Se bañó y se tiró en la cama, dejando la comida intacta sobre la mesa. Julia quiso acompañarlo al médico, pero él se negó rotundamente, y ella no insistió. Sabía que era inútil. Algo estaba alterando el curso de las cosas, y por primera vez dejó de ver el huerto que su marido plantaría en cuanto se jubilara. Ya no alcanzaba a imaginarlo con una regadera, señoreando sobre un paraíso verde de tomates y de lechugas que se extendía hacia el horizonte…
  A media noche empezó a llover, anunciando una primavera abundante y generosa. A las seis seguía lloviendo a cántaros. Berto se colocó su vieja capa y salió a la calle. Aún no se había percatado bien de lo que significaba aquella lluvia bendita. Cómo no lo había pensado antes… El agua arrastraría al hombre hasta la zanja, y de ahí seguiría hasta el arroyo, hasta el río, por lo menos hasta la costa, flotando como un tronco a la deriva. Sería un ahogado más entre muchos, y nadie sospecharía que en aquel hueco se había iniciado la tragedia.
  La mañana del sábado se sintió más animado, aunque desmejoraba claramente. Por la tarde le dio el primer desmayo, y abandonó la bodega. Fue un leve mareo, la vista se le nubló, y sintió que el mundo lo abandonaba.
  En lugar de irse a su casa, se puso a deambular por el pueblo capturando periódicos y revistas y demás publicaciones en busca de algún indicio, de alguna información de un desaparecido, que salió tal día de su casa, con mascual ropa, y presumiblemente en estado de embriaguez; o de un ahogado sin identificar que apareció en el Caribe, mordisqueado por peces de agua dulce y de todas las aguas, con algas en el pelo y huevecillos de tilapia en el pabellón de la oreja. Pero poco a poco se iban apagando sus esperanzas ante aquella prensa imperturbable que solo hablaba de la recuperación de envases y de los macheteros millonarios y bimillonarios…
  Murió el Domingo de la Defensa —una movilización mensual organizada por el gobierno para disuadir al enemigo imperialista—, bajo el ruido de la alarma aérea y los primeros zambombazos. Estaba como vivo, con el mismo semblante de siempre, pero a Julia le bastó comprobar que a las siete y media de la mañana su marido seguía en la cama, para saber que estaba muerto.
  Por la tarde alguien halló el cuerpo del borracho, atascado en el hueco, profiriendo amenazas en su lengua intraducible. En el hospital le aplicaron un lavado gástrico y dos sueros de glucosa, y lo hidrataron con tiamina, y con ácido fólico y ascórbico y, poco rato después, abandonaba el retiro. Esa misma noche, con la botella en la mano, se detuvo frente a la casa de Berto, cuyo portal estaba inundado de coronas, y de allegados susurrantes, y se persignó tres veces antes de seguir calle abajo, simulando un viejo tango de Gardel.
  Los vecinos, por su parte, no tardaron mucho tiempo en habituarse a la ausencia de Berto, demostrando buen poder de recuperación. Únicamente la viuda maldecía al destino, y juraba entre lágrimas que una semana antes el difunto estaba fuerte y saludable… En cuanto al hueco, en fin…
 
 

Gumersindo Pacheco
(foto tomadad de Facebook)


 

Gumersindo Pacheco nació en Cabaiguán, Cuba, en 1956. Ha publicado, entre otros libros: Oficio de Hormigas (cuentos, 1990) Premio Abril; y las novelas Esos Muchachos, María Virginia está de Vacaciones (premio latinoamericano Casa de las Américas, el premio anual La Rosa Blanca, y el Premio de la Crítica, 1994), así como Maria Virginia mi amor o Maria Virgina y yo en la Luna de Valencia finalista del Premio Norma Fundalectura); y Las raíces del tamarindo, finalista del Premio EDEBÉ, y publicada por dicha editorial en Barcelona. En el 2003 la Plaza Mayor, de Puerto Rico reeditó su novela María Virginia está de vacaciones. Cuentos suyos han aparecido en las antologías Cuentos de la Remota Novedad, Los muchachos se divierten, Diana, Fábulas de ángeles, Antología del cuento espirituano, Punto de Partida. Algunos de sus textos han sido publicados en México, Rusia, Venezuela, Argentina y España. Actualmente reside en Miami, Estados Unidos.

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Esta entrada fue publicada el 07/02/2021 por en Narrativa.