Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Fragmento de novela en proceso de creación

MARÍA CRISTINA FERNÁNDEZ

En el nombre de la rusa. 

No sé por qué me miran con esa cara de mierda, si yo no soy culpable de lo que está sucediendo. Es cierto que odio a la humanidad y siempre estoy hablando de lo necesaria que es la eugenesia -que por demás es un concepto bien antiguo, ya comentado por Platón- pero no tengo el poder como para haber desatado esta catástrofe. De hecho, yo no estoy apta para morir todavía. Dispuesta sí; más no apta. Tengo que completar mi curso de regresiones y trabajar más este asunto del desapego kármico para asegurarme que no voy a volver a este plano de confusión y sufrimiento. Es un curso online, como casi todo hoy en día. La gente hace compras, busca mujer o marido, pasea, se instruye, tiempla, por internet. ¿Por qué la metafísica se iba a quedar atrás? Aunque me tienta esta tarjetica que me ha dado la esteatopígica argentina que ha empezado a trabajar acá hace apenas un mes. ¿Será cierto lo que dice aquí? ¿Será una manifestación de la sincronicidad universal encontrar justo lo que necesito en este momento?
Recuerdo que alguna vez eximí a los niños de mi misantropía porque entonces creía que ellos eran una tierra pura donde no se había instalado el mal. Como si fuera posible que todavía existiera una edad de la inocencia a la que vivimos entregados hasta que el mal te visita y te corrompe. ¿Cuál será esa edad límite? ¿Coincidirá en las niñas con la que tenía Lolita cuando empezó a poner en jaque al maníaco de Humbert Humbert? ¿Y en los varones estará marcada por el momento en que Holden Caufield comienza a preguntarse por la pérdida de su virginidad? Aunque esto de equiparar el sexo al mal tiene sus trampas. Yo no perdí la inocencia el mismo día que perdí la virginidad, por ejemplo. No, fue otra cosa la que murió esa tarde en que salí a caminar sola por aquel paraje cercano a la casa de campo, en las afueras de San Petersburgo. Perdí el sosiego al saber que muchos de los acontecimientos que van a ocurrir en tu vida son impuestos por una voluntad mayor. Conocí la pesantez del cuerpo del hombre, su propensión a la bestia. Conocí el desgarre, la fuerza hincando en un terreno donde todo debía ser ofrendado y no violentado.
No teman, hoy no voy a abusar de mis chistes tétricos. Trataré de refrenarme. Me toca desmontar a Waldo de la pared, a quien se suponía que dedicáramos la última actividad para pequeños sicópatas, cancelada cuando llegó la cuarentena, y que consistiría en encontrar figuras recortables del personaje vestido con rayas rojas y blancas y un sombrero a juego con el pulóver. El mismo de la serie inglesa; la tontada de esconder una hoja en el bosque. “¿Todavía no saben dónde está Waldo?”, fue lo que les pregunté ante las dudas. No les gustó el chiste. Pero, ¿por qué no lo ven? Waldo puede ser perfectamente ese tipo que pasea con el virus entre la multitud. Claro que andamos ahora con los sentidos más aguzados que nunca, no queriendo tropezar con un tipo enfermo o un portador asintomático.
Mónica en particular, me mira desairada. Sé que esperaba más de mí; tal vez una regeneración a partir de su estúpida bondad de ofrecerme nueces o bolsitas de té. La primera decepción fue cuando me dijo emocionada que aprendió a tomar té en Cuba cuando era niña. “Té de la Madrecita Rusia.” La paré aclarándole que en Rusia no cultivábamos té, que seguramente era de Ceilán, y que Rusia nunca había sido madre de nadie, que más bien debió haber sido una mala madrastra, o una gran hija de puta. Lo siento, pero me es importante dejarle saber que, aunque la abrazara aquel día en el baño no significa que la aprecio. Se me escapó el abrazo, o tal vez la situación, excepcional lo merecía. Ocurrió que noté que me faltaba el anillo de oro que siempre llevo en mi anular derecho, un regalo que me hizo mi padre cuando me gradué de bibliotecaria. Perder ese anillo era perder un enlace con mi sangre, mi ciudad, mi rastro. No tengo anillos de compromiso porque nunca me casé. Mi hija no es fruto del amor sino de una desgracia. Por eso entiendo tan bien el feminismo a lo Pussy Riots, aunque yo voy más allá. Mi odio no es hacia el macho, es hacia toda la especie. No siempre fue así; me radicalicé cuando el exilio me partió en dos, al llegar a este país de cultura inferior, pero donde al menos encontré un escondite. Soy una mujer triste cuya máscara ríe como si gozara con mi impiedad, pero lejos de eso siento muchas veces unas ganas infinitas de vomitar sobre el plato del mundo y joderle el festín a todos. Bueno, el festín ya casi se jodió, muchachos, y no ha sido por mi culpa, aunque nos hubiese ido peor con el ébola, por ejemplo.
Tengo que hacer como si me importara cuidar la salud de todos y ponerme la mascarilla, los guantes de latex y limpiar el escritorio, el ordenador, las cajas de las películas, desinfectar los libros que sacamos del contenedor de afuera. Libros a los que paso alcohol y a los que con gusto les acercaría un fósforo. Los de cocina y dietas que circulan tanto. Si nos guiamos por esto, nuestra colección se justifica más por razones estomacales que cerebrales. El estómago y la figura, figurando como protagonistas de la dieta South Beach, la paleo dieta, la keto dieta la dieta de la zona, la mediterránea, la crugívora, y un largo etcétera. Luego están los libros de viajes Fodors, que tanto piden quienes quieren escaparse al Báltico, a Grecia o a Costa Rica (pobres ricos que tendrán que esperar ahora a que esto pase). Con estos temas solo compiten los libros para niños idiotas, esos que llevan pegatinas de colores indicando el nivel de comprensión en el que clasifican. Y así, matando gérmenes y matando el tiempo, llega a mis manos el libro del cabrón de Chopra sobre las siete claves espirituales del éxito. Me da urticaria la aceptación absurda de que el universo te ha reservado algo único. Froto la cubierta del libro con saña, se daña un poco, me ensaño. Algunas letras de la palabra “éxito” se desdibujan. Claro que el universo ha reservado para ti algo único. Y Bill Gates también, y Putin, y el Papa. Pongo más alcohol y sigo frotando. Emborracho las letras, las induzco a cirrosis, al coma. El lenguaje es el virus, Chopra es el virus; pregúntenle a la doctora Mikovits qué clase de recompensas te tienen guardadas la Big Pharma y sus grandes aliados. Mierda de mascarilla que me impide exhibir mi rictus de la burla y el desdén hacia un género que se ha defraudado a sí mismo. El enemigo no salta a la vista tan fácil, mi queridísimo guru. El éxito no estaría en pasar ilesos por la cuerda floja sino en poder mirar desde arriba y aun así no ceder a la compulsión de saltar. Nunca antes de tiempo, debería añadir. Manténte ocupado, no mires para abajo. Prepara, como Viginia, tu picadillo de merluza.

María Cristina Fernández
(Foto cortesía de la autora)

María Cristina Fernández Narradora. Tiene publicados los libros de cuentos Procesión lejos de Bretaña y El maestro en el cuerpo, además de otros dos volúmenes para niños. Textos suyos han aparecido en revistas y antologías de Cuba, Estados Unidos, México, Italia y España. Desde el año 2006 vive en Miami.

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Esta entrada fue publicada el 29/09/2021 por en Uncategorized.
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