El mundo terrible de mis sueños
Lovecraft
1
Poemas donde se experimenta la pesadez armónica de la creación; un mundo bocabajo. Incluso, cuando en su Calzada trata de ser el Dante, otro remedio no le queda que componerlo “fatigosamente”. Poemas que son a pesar de teleologías o soles del mundo moral o ceremoniales por el estilo. Ese instante/fractura en el que sus demonios lo lanzan, lo liberan de cualquier fe posible que no sea el poema. Su testamento no es otro que (estrictamente) el tiempo del poema. Así, por ejemplo, qué maravillosos y desconcertantes resultan esos “feos monos blancuzcos” que están en Olmeca, el último poema que escribiera.
A lo largo del tiempo muchos hombres de letras —diría la inmensa mayoría— han trascendido por sus obras independientemente de la vida llevada o los sitios que habitaron. Sin embargo, otros pocos le deben por igual (o más) a la huella dejada en la memoria de quienes le conocieron por determinados hechos o circunstancias, y luego evocados de generación en generación, que por la real valía (o real existencia en el mejor de los casos) de sus libros. Han perdurado más (o igual) en la memoria colectiva por cómo actuaron y no por lo que dejaron escrito: Sócrates es más la cicuta que la mayéutica; Churchill quedará como un gran estadista y olvidable novelista; Dulce María Loynaz es sobre todo por su linaje y forma de vida, que por sus olvidables versos. Y hay un tercer grupo de estos personajes que son la conjugación de ambas formas de inmortalidad. Le deben tanto a su obra como a su acción/actuación (siempre el hombre como figurante) en su existencia. Tales son los casos de Ezra Pound con su obra decisiva para la poesía moderna, y su mecenazgo para con figuras como T. S. Eliot y James Joyce, más su turbulenta vida; de Virginia Woolf con sus grandes novelas, incluida la de su muerte singular; y la de un poeta como Eliseo Diego, quien señaló la “increíble felicidad[que] sería que vida y obra de un poeta formasen un cuerpo solo”, y que luego de inventar la principal calle poética de una isla, de desandar extraños pueblos en busca del tesoro del Capitán Flint, murió de risa en compañía de feos monos, y leyendo Orlando. “Todo escritor deja dos obras: lo escrito y la imagen de sí mismo, y hasta la hora final ambas creaciones se acechan una a otra” (Borges).
Detengámonos a propósito en la esposa de Leonard Woolf.
De la peregrinación a Haworth en noviembre de 1904, relatada en uno de sus escritos de viaje, a la zambullida definitiva en el río Ouse en marzo de 1941, siempre el mismo ángel retorcido que habitó en Virginia. Una existencia marcada por un vaciamiento tocando renovados fondos. “Queridísimo: Estoy segura de estar volviéndome loca otra vez. Siento que ya no podemos atravesar otro de estos horribles períodos. Y creo que esta vez ya no tengo cura. Empiezo a oír voces, y ya no puedo concentrarme”. Así termina, antes de emprender el atajo de piedras, en camisón, hacia el río. “Incluso la alegría y la dulzura de temperamento, que sirven de bálsamo para casi todas las heridas, no proporcionan remedio alguna contra un veneno como la angustia. Podemos observar esto muy particularmente en el bello sexo, pues aunque, por lo común, las mujeres poseen estos valiosos dones naturales, sienten que muchas de sus alegrías se ven destrozadas por la presencia de intrusa tan inoportuna” (David Hume: Ensayo sobre el suicidio).
Podría creerse, a simple ojeada, que la señora que entra al río con los bolsillos llenos de piedras, luego resulta la negación de aquella muchacha al parecer entusiasta que se maravilla durante aquella peregrinación ante el pequeño taburete sobre el que Emily Brontë escribía en el páramo. Con sólo ver tres fotografías de épocas diferentes —dos en 1902, Virginia aún muy joven: en una junto a su padre Leslie Stephen y en la otra (quizá su retrato más conocido) sola, de medio lado y con el pelo recogido, en ambas mirando hacia; y la última, de finales de los años treinta: ya es la señora Woolf, pero igualmente mirando hacia— asistimos a la misma fijeza vacía, que no hace sino buscar el/en el abismo. Hacia allí terminará aventurándose desde su casa en Sussex, entre las bombas alemanas. “In my beginning is my end”, diría su amigo Eliot, ladrón de María Estuardo.
Vuelvo a Haworth y noviembre de 1904, un raro día de buen sol en pleno invierno británico. Dice Virginia ante la casa donde nacieran y murieran las hijas del reverendo Patrick Brontë: “La curiosidad sólo es legítima cuando la casa de un gran escritor o el país en que se encuentra añade algo a nuestra comprensión de sus libros […] Haworth es una expresión de las Brontë y las Brontë de Haworth: encajan como un caracol dentro de su cáscara”. Resulta imposible desligar aquel páramo, al parecer, de Charlotte, Anne, y Emily. Como así resulta imposible, parafraseando a María Zambrano, desligar Aquino de Santo Tomás o Atenas del mencionado Sócrates o La Habana de Lezama.
Otra vez (siempre en Haworth) Virginia Woolf escribe: “Es mejor leer a Carlyle en una butaca, en tu propio estudio, que visitar la habitación insonorizada y estudiar interminablemente los manuscritos en Chelsea […] Yo no soy quién para preguntar hasta qué punto lo que nos rodea afecta el pensamiento de la gente”. (Esto se dijo a principios del siglo XX, pero bien se pudo haber señalado delante de los ojos neblinosos de Homero.)
2
Cuestionar la filiación evidente del primer cuaderno de poemas de Eliseo Diego, En la Calzada de Jesús del Monte, con el espacio y el tiempo en el cual se reconoce y merodea el sujeto poemático, resultaría un intento baldío. (Filiación señalada primeramente por Cintio Vitier, y luego en continuos acercamientos.) En gran medida la avenida de Diez de Octubre, junto a los elementos que la caracterizan, ha devenido para las letras cubanas, por antonomasia, en la figura y obra del autor de En las oscuras manos del olvido, y viceversa. Asistimos al poeta que peregrina por una calle que le tributa desde recodos varios de su Historia Nacional y de su historia digamos doméstica —aquella oculta tras el velo de los meta-discursos—, elementos arquitectónicos/externos y espirituales, para la conformación de una supuesta identidad. El poeta que, ante la “realidad”/el entorno devastados, trata de levantar una dimensión otra de sobrevida.
Ahora bien, no se cuestiona pero sí se pretende un desvío, un discurrir desde un espacio de entrelíneas. La pregunta primera sería si la obra de Diego se sostiene solamente desde esa filiación/aquel filtro. A partir de El Oscuro Esplendor (1966)se evidencia una ruptura/negación de aquella naturaleza exterior de la Calzada, que ya en Los días de tu vida (1977) hasta sus libros finales, se intensifica. Las voces interiores de la Calzada, metidas “en el oro de su pompa”, emergen del fondo de la psiquis de las palabras y comienzan regir, de cuando en vez, la expresión lírica. A partir de ahí la tensión lírica de sus mejores poemas muy poco le deben a la ornamentación —salvo en aislados y panfletarios casos—, a la memoria que “se levanta como asombrosa edificación inesperada” (Vitier), a la conformación de un linaje, a la búsqueda de una identidad. Ya ciertas piezas significativas de su poesía, traicionadas por la Historia, se encamina por un sendero otro. Sendero donde el paso del tiempo íntimo —la historia doméstica, minúscula— desplaza al de la Historia con mayúsculas, y deja entrar, a veces, lo demoníaco/pesadillesco. Incluso, cuando se aventura a tocar, insistente, las claves de lo identitario, decaen sus versos.
Ya en La Calzada de Jesús del Monte, en su naturaleza/estructura profunda se da la pugna entre una mitad del poeta lleno de demonios y otra mitad que se resiste a las voces de tales espectros oníricos: “hasta que me cogió el torbellino endemoniado de ficciones y la ciudad imaginó los incesantes fantasmas que me esconden”.
Pero antes de adentrarnos en esa pugna/tensión, dialoguemos un poco con el propio autor de Lo cubano en la poesía.
Eliseo Diego se inserta dentro de lo que se ha dado en llamar la segunda promoción del grupo Orígenes (junto a Cintio, Fina, Smith, y García Vega) que, a decir de Vitier “parece tener en común la mayor intimidad de sus versos, el acercamiento a las realidades cotidianas y la búsqueda de un centro intuitivo en la memoria”. Los dos poemarios iniciales de Diego, En la Calzada de Jesús del Monte y Por los extraños pueblos, comparten el diálogo sostenido con la realidad y la historia, la búsqueda de cimentar un lugar de perpetuidad más allá del entorno inmediato, y la búsqueda de una identidad tanto en la tradición histórica como poética. Aunque es menester apuntar que en el segundo libro la mengua de lo ceremonial —aquel que Lezama advierte en su ensayo Un día del ceremonial— y la desnudez de ornamentos respecto del primero, es notable:
Se acabaron las fiestas que solían
iluminar los hondos corredores
en que las buenas tardes se cumplían.
Se acabaron sus lúcidos colores.
Y comparten, además, la perfección/el acabado formal de los textos. Característica de toda su poética. Eliseo Diego fue una especie de detallista/miniaturista del verso. Miniaturas que hasta en los poemas de largo aliento actúan como agentes de tensión, como aberturas hacia la pesadilla angustiosa que habita tras la proliferación de la pompa: “las implacables miniaturas cuyo revés pensó mi angustia”.
Mucho se ha apuntado y vuelto a apuntar, con mayores o menores aciertos, sobre estos cuadernos iniciales de Diego (según consenso de la crítica y los lectores, En la Calzada de Jesús del Monte es su mejor libro) que tiene en el propio Cintio Vitier y en Lezama Lima, aún hoy, a sus principales y más lúcidos intérpretes. En el caso del autor de Testimonios, en su reseña escrita en el mismo año de aparición del libro (1949), En la Calzada de Jesús del Monte, perfila ya algunos de los rasgos/naturaleza de esta poesía inaugural de Diego:
No puede ocultársenos […] la significación más trascendente que lo anima: la de situarnos –—casi diría, amurallarnos— dentro de la memoria y el espacio del mundo. Quiere el poeta no sólo grabar los secretos de la infancia y de la isla sobre el fondo entrañable de “la Calzada más bien enorme de Jesús del Monte”, sino también dibujar para todos el árbol de la vida histórica, el árbol genealógico de nuestra sangre y nuestro espíritu.
Y en su lección de Lo cubano en la poesía dedicada a Diego, retoma/extiende tales disquisiciones:
la memoria no se disuelve en añoranza, sino que le da a las cosas una nueva, oscura y sobrepujada resistencia. Al integrarse la realidad con el recuerdo de los años en que todo era fábula, adquiere otro cuerpo más espeso e imponente, una profunda enormidad que el poeta atribuye a la desmesura de la luz, pero en el fondo del henchimiento de las cosas sumergidas en la sustancia fabuladora de la memoria.
Estas impresiones son sin dudas verificables, en primer lugar, en la lectura de los poemas, así como también en los acercamientos posteriores, más o menos felices, a la poesía de Diego. Los dos libros iniciales de Diego —y piezas de sus demás cuadernos—, sostienen/son dables a aquella falacia origenista de “la resurrección poética de la Habana” o de la “Teleología Insular”. Correspondencias estas que resultan comprobables sólo desde su naturaleza exterior. Y no desde la tensión que habita en la estructura profunda de muchos de los poemas de Diego. (Sería como creer que Rubén Darío es inmenso poeta sólo porque representa el modernismo, o porque cantó a Caupolicán y al continente americano. Sería, además, obviar el vacío, la nieve casaliana; el vacío/tokonoma por el que termina evaporándose Lezama en su último poema.) Su poética mantiene (mantendrá) su vigencia porque otros son los agujeros que ella expande.
La poesía jamás podrá encarnar en la Historia. “El poetadebe ser un tránsfuga odioso de la realidad que en su huída lleva consigo su desdicha” (Cioran). La Historia va por el sendero del derrumbe/la caída; la poesía por el sendero otro del retorno al origen, antes de la expulsión. Toda poesía que encarna en la Historia termina arrastrada por esta. De ahí que la poesía es reaccionaria por naturaleza, descree de revoluciones y buenas nuevas. La Historia pone en boca de sus actuantes cada letra para lanzarlos hacia la destrucción; la poesía le da cada letra al poeta para que intente el regreso prehistórico. Las utopías, los sueños, son farsas históricas —en el más noble de los casos: ingenuidades—; las pesadillas —espacios por excelencia del misterio— son los sitios que debe habitar el poeta para no caer dentro del sueño. Así, cuando Eliseo Diego nos dice: “tú /no fuiste nunca sino el fuego, /sino la luz, el aire, /sino la libertad americana /soplando donde quiere, donde nunca /jamás se lo imaginan”, es presa del ingenuo y risible sueño. Sin embargo, cuando nos dice: “Tal vez porque de todo desconfío /por más familiar que siempre lo vea”, desciende seguro a la dimensión de lo pesadillesco.
El verso del soneto de Lovecraft que abre estas páginas: “el mundo terrible de mis sueños”, contiene cierta zona de la poesía de Diego —la que ahora me motiva, la que estimo valedera—, rastreable por momentos en toda su obra. Las regiones del subconsciente fueron casi siempre (son) rehuídas por los poetas del mal nombrado “origenismo ortodoxo”. A excepción de Virgilio Piñera, algunos poemas de Lezama, y Lorenzo García Vega que sí escribió una poesía de corte onírico, más bien pesadillesco —para Borges los sueños son el género, y la pesadilla la especie—, los demás negaron y criticaron, incluso se alejaron de modo consciente de esas regiones hermosamente turbias. (Resulta curioso que en una poeta como Fina García Marruz, sus poemas logran un sorprendente misterio cuando coquetean con esas regiones.)
En el caso de Eliseo Diego, a simple lectura, podría aseverarse lo mismo. Nada tan lejos. Desde la misma Calzada, cuando dice: “Dante: mi seudónimo, /que fatigosamente compongo cuando llueve”, asoma rápida la imagen del poeta de la Vita Nuova que, si en efecto termina al final de su periplo ascendiendo al Paraíso/la luz, no le queda otro remedio que sortear la “oscura selva áspera y fría” y los círculos infernales. Pero más allá del posible ascenso a la luz, el sujeto lírico de Diego permanece en el regodeo de la penumbra, y en un dejo desabrido que le imposibilita desproveerse de los espectros infernales que lo habitaron. Además, fijarse que es fatigosamente como puede inventarse al Dante. (Al epígrafe de Calderón con que inicia la Calzada, “que toda la vida es sueño”, podría oponérsele el de Lovecraft.)
También el terror —engendro de la pesadilla— ante el paso del tiempo y la caducidad de los elementos, asoma ya entre los versos de la Calzada: “y daban miedo las tablas del sueño lamidas por la noche /vasta”. Terror que retorna en las sucesivas entregas de Diego. En ellas, de manera abrumadora, el poeta se sobrecoge, se perturba: “Yo pregunto: /qué irremediable catástrofe separa /sus manos de su frente de arena”.
En la Calzada de Jesús del Monte es un libro pensado desde una retórica pomposa, desde una excesiva ornamentación que, por contraste, contiene en sus entrelíneas un peso angustioso y pesadillesco que pugna constantemente con esa arquitectura que lo oculta:
Digo como debían ser el ocio tan suave y el paso
regio y la ternura graciosa del paseo
cuando volvían a la casa despacio entre las aguas
limpias de la fuente, mirados por las criaturas
extáticas del parque,
cuando la noche no siempre comenzaba en la
caída, sino que también era la tiniebla lustrosa
del inútil recodo
socavando el tedio de la cal, el horror de la pared
como vacío deslumbrante.
Su mayor acierto radica en esta tensión dada entre una lustrosa arquitectura lírico-retórica y esos recovecos llenos de angustiosos fantasmas oníricos. Entrelíneas donde el yo lírico se muestra desnudo, afuera de la casa del ser: “Tendrán que oírme decir no me conozco /no sé quién ríe por mí la noble broma”. En la poesía de Diego hay voces de fondo, tras la pompa, que son las que sitúan a los versos en los territorios del misterio. Un poema como El sitio en que tan bien se está es la principal muestra de ello. Versos donde el modernismo más ramplón, de academia (“Y un cuidadoso giro /azul que dibujamos soplando lento”) resulta felizmente fracturado por un modernismo más visceral, atormentado, educado en la tradición moderna —“antimoderna”, en el decir de Antoine Compagnon: “El antimoderno, y en esto es moderno, sufre escribiendo” — de poeta franceses e ingleses que Diego conoció (y a algunos de ellos tradujo) muy bien. Un libro como En la Calzada de Jesús del Monte demasiado le debe al ritmo polifónico de la poesía de T. S. Eliot, adiestrada a su vez en los metafísicos ingleses y en la poesía francesa decimonónica (sobre todo en Jules Laforgue).
Para llegar a descampado, a los huesos del cuerpo nocturno, a esa sorprendente polifonía —voces de quiebre que constantemente irrumpen/rompen el desplazamiento lírico—, primero se invocan suntuosidades, pompas, excesos visuales (“en la Calzada más bien enorme de Jesús del Monte”), se practica gimnasia retórica, se dialoga crítica y pasivamente con la tradición, se llena la nada infernal de/con giros verbales, se construye una arquitectura de sobrevida:
giro por giro hasta ganar la pompa,
contra el vacío el oro y las volutas,
la elocuencia embistiendo los miedos,
contra la lluvia la República,
contra el paludismo quién sino la República,
a favor de las viudas
y la Rural contra toda suerte de fantasmas:
no tenga miedo, señor, somos nosotros, duerma,
no tenga miedo de morirse,
contra la nada estará la República
en tanto el café como la noche nos acoja,
con todo eso, señor, con todo eso,
trabajoso levanto a través de la lluvia,
con el terror y mi pobreza,
giro por giro hasta ganar la pompa,
la Divina Comedia, mi Comedia.
Pompas y gimnasia retórica que se irán tensando/alejando aún más en las sucesivas entregas poéticas de Diego. Pompas y gimnasia retórica que muchísimo daño le han hecho a la poesía cubana posterior. El estilo poético de Eliseo Diego se sostiene en gran medida en una elocuencia verbal atractiva, pero fácil: “penumbras”, “penurias”, “cenizas”, “memoria”, “pobrezas”, “costumbres”, giros metafísico-teológicos trillados, han servido de pasto para no pocos poetas en la isla durante los últimos sesenta años. Sólo han logrado mímesis baldías, gimnasias de una gimnasia, discursos huecos vestidos pomposamente. Cuando es la retórica la que domina al poeta, y no es el poeta el que ejerce un control creativo sobre lo retórico y el discurso heredados, entonces no hay riesgo, bronca necesaria, escalada al ring para mirar de frente (ser mirados) y con los puños en alto —para atacar y defender— a nuestros geniales (o no tanto) predecesores. Demasiados poetas cubanos se han convertido en mordaza de la retórica Diego —como antes sucedió durante más de medio siglo con la retórica Casal—.
Esto se olvida demasiado fácil: un estilo se alcanza por eliminación, o, dicho de otro modo, a través del ocultamiento que elimina. Todo estilo se logra mediante un proceso de deslectura —lo que para nada significa no leer—. Para aprender creativamente de la poesía de Eliseo Diego hay que ir a sus entrelineas, a su sendero otro, a sus turbulentas y pesadillescas vibraciones líricas.
Como acertadamente ha señalado Enrique Saínz, “desde El oscuro esplendor hasta Poemas al margen observamos un creciente proceso de interiorización de la problemática del poeta, obsesionado por la fugacidad y el desamparo, siempre angustiado con el encuentro consigo mismo”. Es decir, se da un proceso de introspección en su poesía. (Para Cioran, “la vida interior es patrimonio de los delicados, de esos abortos estremecidos”.) El hablante lírico que antes se identificaba con lo externo (naturaleza exterior), ahora ve morir “el buen dios de los pórticos”; y siente que ha llegado “al tiempo en que /la penumbra ya no [le] consuela”.
El oscuro esplendor está precedido, sintomáticamente, de un fragmento del capítulo tercero del Génesis, donde Dios expulsa al hombre fuera del Edén. (La expulsión, no olvidar, como el inicio de la Historia.) La idea lezamiana de la función de la poesía como hilo que zurce el hueco de la caída —idea que en la misma poética de Lezama es cuestionable, sobre todo en sus Fragmentos a su imán—, se torna endeble en los mejores versos de Eliseo. En este sentido su obra se le escapa. (Habría que apuntar que Eliseo gustó —poéticamente, claro— del oficio de zurcidor. En algunos poemas es evidente.) Efectivamente, el sentir primigenio en sus versos es el de zurcir, pero la pesadez caótica del mundo es tanta que rompe el estambre. Aquí podría hablarse de la presencia del mito de Sísifo en muchos de sus poemas: el suyo empeño por intentar escalar la montaña con el pedrusco, aunque este se le caiga infinitas veces, es el suyo empeño de zurcidor. De ahí que en sus grandes poemas sintamos esa pesadez semejante a la piedra de Sísifo en caída.
Siempre se esperó de Eliseo Diego una novela, género que considero el summun de la literatura. Y aunque dejó los manuscritos de una sin terminar, jamás hizo, que se conozca, por publicar algún fragmento; ni siquiera intentó concluirla en sus últimos años, en los que escuchó como nadie, aceleradamente, los pasos de su muerte. Quizá, de hecho, se conformó con novelar desde la poesía, heredero del mejor Pound y del mejor Eliot. Si hay escritor donde se da la oposición que Fernando Savater en La infancia recuperada propone entre “novela moderna” y “narración” (historias/fábulas infantiles), es en Eliseo Diego.
Según Savater “la novela moderna nace para contar la desazón del hombre traicionado por todas las historias, por la memoria misma”. O sea, la novela moderna para el pensador español sería el ejemplo/extensión de la interioridad/individualidad del sujeto contra el acoso del mundo exterior; y la narración ejemplificaría el origen genealógico de la moral, o la propia ética que debió supuestamente regir a la Historia. Por eso, en el caso de Diego, se renuncia a la novela como forma de escritura, para intentarlo desde la poesía. No lo alcanza. Su poesía es también la del desasosiego. Su memoria, la que se nutre de la realidad histórica, lo termina por traicionar. De ahí su búsqueda en el universo de las narraciones infantiles: su amor por el mundo de fantasías de Anderssen, los hermanos Grimm, Lewis Carroll, Charles Perrault, Stevenson. De ahí su afán por rescatarlas/conservarlas, a sabiendas de que “la decadencia de la narración es uno de los incontables síntomas actuales de la decadencia general de la humanidad” (Savater). Y de ahí también su amor por las andanzas del Quijote y Sancho, guías de un cuaderno como Los días de tu vida, andanzas que representan el inicio y el fin de la novela moderna. Ahora la memoria en Diego tantea/va en busca de la no “disociación entre intimidad y mundo exterior, entre vida y sentido” (Savater), al margen siempre de la Historia que hizo baldíos algunos de sus versos. Que inhibió la carcajada de algún travieso diablillo, las voces que sin dudas debieron atormentarlo. De ahí el desasosiego de sus poemas, tan opuesto el intento ingenuo —aunque puede llegar a ser macabro— de apostar teleológicamente por un proceso histórico.
3
Sí, de Haworth a Sussex el mismo bello demonio. No así de la Calzada al otro Reino frágil. En Virginia la pesadilla era parte de su cuerpo; la identidad, una palabra inexistente en su abecedario. Acaso la pesadilla como marca identitaria. En Diego el bello demonio, inestable, asoma y desaparece. Asoma en aquellos momentos en que su poesía se sumerge en el país de las maravillosas pesadillas y cuando dice que “El lugar donde vivo no es el mío. /Quizás haya en Asturias una aldea /que se ajuste a mi bien, o quizás sea /un pueblito de Rusia, blanco y frío”, y desaparece cuando cede ante las trampas de la Historia, y ante la obsesión de construirse/armarse una identidad que reduce su poética, por instantes, a pobres versos que a nada conducen, y que, como diría Philippe Sollers, nada tienen de escándalo y excepción. Allí su poesía se estanca entre los recovecos de lo que es hoy una sucia Calzada, y que la suya memoria, equívocamente creo, trató de perpetuar. Y si lo logró, no es precisamente desde la encarnación en la Historia. Más bien desde la historia con minúscula, la infrahistoria. Pero claro, al final, por suerte y grandeza propia, murió en sus pesadillas, bien muerto de risa. Allí sus demonios, de silencioso escándalo, salen a bailar alrededor de la hoguera. Allí Eliseo Diego se burla —como buen deudor de Quevedo— del tiempo histórico para pernoctar en el tiempo de la poesía, irreconciliable con el anterior.
Una habitación de dos ventanas (frente a frente) con una confortable butaca sobre la que alguien (cualquiera) esté leyendo un buen libro, e indiferente vea atravesar de ventana a ventana un pájaro, ni muy lento ni muy veloz, podría ser no más que la idílica imagen de un retratista holandés. Pero si encontramos que esa misma escena le bastó a Marguerite Yourcenar en uno de sus ensayos para representar el paso de la vida —a partir de la imagen del pájaro propiamente—, la escena cobra otros sentidos. Uno de esos sentidos el de la analogía. Analogía con uno de los mejores poemas de Eliseo: Versiones, donde asistimos poéticamente, a la misma representación:
La muerte es esa pequeña jarra, con flores pintadas a mano, que hay en todas las casas y que uno jamás se detiene a ver.
La muerte es ese pequeño animal que ha cruzado en el patio, y del que nos consuela la ilusión, sentida como un soplo, de que es sólo el gato de la casa, el gato de costumbre, el gato que ha cruzado y al que ya no volveremos a ver.
La muerte es ese amigo que aparece en las fotografías de la familia, discretamente a un lado, y al que nadie acertó nunca a reconocer.
La muerte, en fin, es esa mancha en el muro que una tarde hemos mirado, sin saberlo, con un poco de terror.
Y que alguien (cualquiera) lea la noche antes de su muerte la novela Orlando de Virginia Woolf, produce cierto misterio, cierta fruición. Más si sabemos que Eliseo Diego es el ejemplo. El personaje homónimo de la Woolf transita más de cuatro siglos por la historia inglesa, y escoge para tal empeño dos senderos: los dos sexos, sea lord o lady Orlando. Por dos senderos también transita la poesía de Eliseo: aquel de la memoria ornamental de la Calzada, y aquel que curiosamente apunta Vitier al final de su ensayo en Lo cubano en la poesía, donde imagina al poeta de Versiones “estudiando por centésima vez el mapa de la Isla del Tesoro, o riendo por milésima vez una frase del doctor Johnson, o reanudando interminablemente un cuento incomprensible, o bien mudo y remoto en la noche como un rey pintado por Rouault”. Pero contrario a lo que asegura el propio Vitier, estará tanto en un “banco humilde y tosco del colegio, dando gracias al señor de los Salmos y del Génesis”, como también estará en sus “infernales pesadillas”. El sendero otro que lleva a un poema como Olmeca.
Y con las pesadillas llega la noche. La esposa de Leonard ha dejado, horas antes, su bastón y pamela de pajilla a orillas del Ouse. Eliseo Diego, antes de disponerse a leer por vez última el Orlando, acaricia aquel gato de costumbre que atraviesa el patio y que es también el pájaro de la Yourcenar. Entonces mira/recuerda monumentales cabezas olmecas rodeadas de “feos monos blancuzcos”, y escribe el poema, dejándolo a orillas de la mesa:
Aquí me tienen, muerto de risa.
Muerto de risa por las muecas que me está
haciendo el Maestro Escultor para tenerme muerto
de risa mientras me hace el retrato.
Hasta me ha sacado la lengua. ¡A mí, que soy el Hijo del Rey!
Y desde el copito de su cabeza me saca otra lengua que
ciertamente no tiene en el copito de su cabeza.
Yo estoy muerto de risa.
Mi hermanita, en cambio, se ha enojado mucho. Y con sus
brazos bien abiertos lo regaña que da miedo.
Yo, no. Yo estoy muerto de risa.
Me da risa el Jaguar y me da risa la Serpiente y hasta la
Muerte me da risa.
Ustedes, los Nuevos, no saben lo que es bueno.
Tan serios y con las caras llenas de pelos como los monos. Pero
como feísimos monos blancos. Feos monos blancuzcos, lívidos, con
las carotas llenas de pelos.
No puedo evitarlo. Es descortés, pero ustedes me dan más risa
que nada.
Es cierto que estoy muerto y que ustedes me miran y están
vivos.
Pero yo estoy muerto de risa.
Exelente texto.Es curioso como un buen argumento puede remover infinitas lecturas de un poeta que ha sido,entre otros,fundador de nuestras obseciones.Yo no creo en el équivoco cuando Eliseo Diego hace trascender la memoria de una calzada que ha ido derrumbándose,sin embargo Pablo de Cuba pellizca,pone la trampa,nos ofrece un caldo de viandas…y nos sentamos a comer.