Durante la colonia, la población negra de Cuba era mirada con recelo, sobre todo cuando los censos de población la situaban en la mayoría, así como por la terrible y cercana experiencia vivida en Haití, que hizo que muchos de sus habitantes se refugiaran, principalmente, en la región oriental de Cuba. La esclavitud quedó definitivamente abolida en Cuba en 1886 (y en Brasil en 1888), pero antes de esta emancipación, ya convivían, sobre todo en las ciudades, los blancos con los negros libertos que se habían incorporado a la vida ciudadana ejerciendo diversos oficios, así como engrosando la nómina de los músicos, integrantes de las orquestas que tocaban en los bailes y celebraciones de los blancos. Se agrupaban por cabildos—permitidos pero vigilados— y la primera sociedad secreta abakuá se estableció en el barrio ultramarino de Regla en 1835. Ciudadanos de última categoría, los negros y mulatos compartían una vida sin grandes sobresaltos hasta que un incidente, como la cruel represión como consecuencia de la supuesta Conspiración de la Escalera (1844), venía a demostrar que pertenecían a una población de riesgo: fue el caso del mulato Gabriel de la Concepción Valdés, Plácido, peinetero y poeta, finalmente ejecutado. Dejando de lado ese extremo, la novela Cecilia Valdés (1882), de Cirilo Villaverde, nos muestra esa convivencia que existía en La Habana del siglo XIX.
Se sabe que los africanos traídos como esclavos fueron desarraigados de diferentes puntos, principalmente de la costa occidental africana: de Calabar, los que conocemos por ñáñigos o abakuás; los mandingas, de la actual Guinea, y los yorubas —lucumíes— de lo que hoy es Nigeria. Cada una de estas etnias dejó su especial aporte en la sociedad blanca de la colonia, pero entre ellas mismas también hubo una interacción de influencias. La que arribó en mayor número a Cuba y Brasil fue la yoruba, que había alcanzado un gran desarrollo artístico, el más importante de toda el África negra hasta el siglo XVIII; asimismo, este pueblo practicaba una religión de gran complejidad y riqueza poética, que irradiaba desde la ciudad sagrada de Ilé Ifé. Ese fue su principal legado: la llamada Regla de Ocha o Santería. Y con ese legado cosmogónico venía el léxico ritual, la música ceremonial, toda una aportación cultural que también incluía costumbres culinarias.
En la colonia sólo se les permitía a los negros expresar su música durante la celebración del Día de Reyes, con comparsas y representaciones; los que integraban las orquestas en los salones de la sociedad blanca —entre los que cabe destacar al violinista Claudio Brindis de Salas— no podían tocar ningún instrumento con parentesco africano ni salirse de los cánones de la música europea, como la contradanza. Pero el 1 de enero de 1879, en el Liceo de Matanzas, surge la primera muestra de música “criolla”: el danzón, en los compases de Las alturas de Simpson, del mulato Miguel Faílde. Ya en la primera mitad del siglo XX varias orquestas incluyeron osadamente en su instrumental el güiro y los tambores sagrados batá. Pero el sincretismo se daba también entre las diferentes culturas africanas, y así podemos escuchar sones donde se mezclan palabras congas con yorubas, donde lo mismo se dice Zarabanda (deidad de la Regla de Palo Monte) que su equivalente Oggún, orisha o santo de la Regla de Ocha, el San Pedro de los católicos.
Con el advenimiento de la independencia y la posterior república, y pasado el vergonzoso y dramático suceso de la “Guerrita de color”, la sociedad cubana se ve abocada a convivir con las reglas de juego de una teórica igualdad legal, y es aquí donde surge la necesidad de que una de las partes comprenda a la otra para llegar a comprenderse a sí misma. El iniciador de la antropología en Cuba fue Fernando Ortiz (1881-1969), a partir del derecho penal. Eran los tiempos de las investigaciones criminalistas —la “antropología criminal”— del médico penalista italiano Cesare Lombroso (1835-1909), y del español Rafael Salillas (1855-1923). Lombroso escribiría el Prólogo de Hampa afro-cubana (1906), de Fernando Ortiz, así como Malinowski haría el de Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940), también de Ortiz. Los años que median entre una obra y otra y entre un prólogo y otro marcan la evolución de Fernando Ortiz, que pasa de la investigación criminalista a la fascinación ante la riqueza de un legado que se iba integrando a la herencia europea en Cuba, y así este investigador supera el punto de vista de la antropología criminal para llegar a la antropología cultural. Más que juzgar, era necesario participar.
Fernando Ortiz llama transculturación a la dinámica interacción entre las culturas europea y africana en Cuba, que deriva en el concepto de lo afrocubano. La identidad nacional será producto de ese sincretismo que se atribuye principalmente al tema religioso, pero en realidad ha tenido lugar también en la comida y la música, todo lo cual conforma una identidad cultural sui generis que se expresa en la idiosincrasia de un pueblo. Nos parece simplista englobar a Cuba dentro de un supuesto común denominador de parentesco al que se suele llamar “caribeño”, cuando en realidad tenemos más puntos coincidentes con los brasileños que con los vecinos antillanos. La explicación es de carácter cuantitativo y cualitativo, con referencia a una etnia que formó parte de las culturas cubana y brasileña: los yorubas.
Octavio di Leo, en El descubrimiento de África en Cuba y Brasil (Editorial Colibrí, Madrid) nos dice:
Después de años de formación europea en la antropología criminal, Ortiz pronto se dio cuenta de que, para ordenar la historia de Cuba con otro criterio que el oficial y reconocer la transculturación que había tenido lugar en la Isla, debía entrevistar a los “negros de nación”, entender el uso ritual de sus instrumentos musicales, estudiar sus lenguas y desvelar el secreto de sus sociedades, como en el caso de los ñáñigos.
Pero la labor de investigación no era fácil: no eran fiables los apuntes aduaneros que asentaban la procedencia de los cargamentos de esclavos; Esteban Pichardo había esbozado, en 1866, un mapa de África donde destacaba las cinco partes de donde procedían: los pueblos mandingas, gangá, lucumí, carabalí y congos. Fernando Ortiz era consciente, pues, de que la investigación debía centrarse en la comunicación con los negros llamados “de nación”, antes de que murieran, o en sus descendientes inmediatos, y vencer en todos el secretismo, y hasta exponerse a recibir información tergiversada en muchos casos, extremo que asumió con simpatía esa otra figura, imprescindible en el trabajo de campo: Lydia Cabrera (1900-1991), cuñada de Fernando Ortiz.
A principios del siglo XX la revolución pictórica francesa —fauvismo y cubismo— estuvo precedida por el descubrimiento de las máscaras africanas y la valoración del arte primitivo exótico: África estaba de moda en París, y así no es de extrañar que fuera durante su estancia en esta ciudad —de 1927 a 1938— que Lydia Cabrera “descubriera” Cuba, de ahí que al regresar a su país natal se dedicara completamente a la investigación del legado africano. La primera edición de sus Cuentos negros de Cuba se publicó en París en 1936 y cuatro años después vio la luz en La Habana la edición en castellano.
En Cuba nace la poesía afrocubana en 1928 con el poema “Bailadora de rumba”, de Ramón Guirao. A partir de entonces surgen las mejores muestras poéticas de Marcelino Arozarena, Emilio Ballagas, José Z. Tallet y Nicolás Guillén. Tal era la moda que hasta Federico García Lorca dedica “A Lydia Cabrera y a su negrita” el poema “La casada infiel”.
La música es la vía de comunicación con el alma trascendente, de ahí la importancia de los tambores batá —Iyá, Itótele y Okónkolo— en las ceremonias de la Regla de Ocha, o el bramido del tambor sagrado Ekue para los abakuás o ñáñigos. Contamos con serias obras acerca de nuestra música, principalmente la del novelista Alejo Carpentier, iniciador de la musicología cubana (La música en Cuba, 1946) y la de Fernando Ortiz (La africanía de la música folklórica de Cuba, 1950 y Los instrumentos de la música afrocubana, 1953).
Los compositores Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla incorporan a la música sinfónica textos, instrumentos y ritmos afrocubanos. (Tardíamente lo haría la orquesta de música popular “Irakere”). Por su parte, Ernesto Lecuona logra una integración musical de elementos “negros” y “blancos” en total armonía, como expresión de un “alma nacional”. Otros nombres pueden sumarse, como los de Eliseo Grenet y Margarita Lecuona y, cómo no, Gonzalo Roig con su espléndida zarzuela Cecilia Valdés. Y qué mejor ejemplo en la música popular que el de Celina González, capaz de mezclar al criollo cantar campesino que la hizo famosa —como Alborada y Yo soy el punto cubano— esa emotiva plegaria donde invoca a su deidad llamándola indistintamente Santa Bárbara y Changó (Que viva Changó).
En la pintura cubana, La jungla (1942) de Wifredo Lam, constituye el paradigma de lo afrocubano en nuestras artes plásticas. Menos evidente y conformando más una estética integradora está la obra de Cundo Bermúdez.
Al español hablado en Cuba se han incorporado vocablos heredados de las lenguas africanas como jimagua, del yoruba, o ecobio y acere monina, del ñáñigo, más abundantes en el sincretismo religioso, donde convive Santa Bárbara con Changó —deidad que fue además un personaje histórico, rey de Oyo y de Ima, del país yoruba—. Ya en 1924 Fernando Ortiz había publicado Glosario de afronegrismos, pero en toda la obra de Lydia Cabrera, aparte de los diccionarios específicos (Anagó, vocabulario lucumí, 1957), hay un caudal léxico importante procedente de sus informantes, recogidos tal cual los oyó. Entre sus numerosas obras, El monte (1954) es el compendio más impresionante de la cultura afrocubana.
Pero en toda esa herencia recibida y que constituye nuestra cultura, no podemos dejar de mencionar un aporte menos tangible, pero que es el legado más importante y que forma parte ya de nuestro inconsciente colectivo de pueblo: el pensamiento mágico. Vivimos inmersos en una dimensión donde la magia convive, en la más pasmosa armonía, con nuestra condición racionalista heredada de la cultura europea.
Actualmente, ya no sería del todo exacto hablar de los elementos afrocubanos en nuestra cultura porque ya forman parte de ella. Con el paso del tiempo no sólo hemos incorporado la herencia objetiva sino que ha ocurrido una paulatina incorporación del caudal subjetivo de ese legado y ya está completamente arraigado en nuestro carácter como pueblo. La herencia subjetiva —que pudo combinarse con bastante facilidad con el temperamento hispánico— se ha transmutado y ha derivado en “una forma de ser” que expresa los contenidos de nuestro inconsciente colectivo. Me refiero al pensamiento mágico: vivimos inmersos en unas nociones muy especiales que determinan nuestros mecanismos de interpretación y de relación con la realidad.
Esta disposición, que podemos llamar con simplismo una forma de ser nacional, se manifiesta, a niveles muy primarios, en nuestra vida cotidiana, por ejemplo, el esperar siempre una ayuda imprevista, azarosa o divina, ante los conflictos y dificultades; el interpretar los acontecimientos como manifestaciones de la fortuna o el fatum, etc. Es una tendencia que nos sirve de instrumento de interpretación de nuestra biografía personal e incluso de la historia de nuestra nación.
Este pensamiento mágico —exento incluso de toda connotación religiosa y mística— subyace, en un nivel más trascendente, en las creaciones literaria y artística: José Lezama Lima fue un ejemplo del pensamiento mágico en estado puro.
Desgraciadamente, quizás esta actitud mágica sea la causante de nuestra prolongada desdicha histórica — y escribo “desdicha” para ser coherente —, que durante más de cinco décadas padecemos. Así que sólo me queda confiar en que Olorun nos reparta suerte.
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Un texto justo y esclarecedor, clave para entender el alma cubana, y la presencia en ella de don Fernando Ortiz, nuestro «segundo» descubridor, o el fundador de la Cuba transculturizada. Gracias.
Assef.