Hay un lugar entre la impotencia
y el heroísmo.
Entre el pozo y la cera derretida
por la cercanía del sol.
Entre el desengaño y la otra mejilla.
Hay un lugar. Cada día lo bautizo
con mi nombre.
Ana Pérez Cañamares.
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Hija, si en algún momento,
mientras estás ocupada en crecer
-dura y lícita tarea–puedes
mirarme a los ojos
hazlo.
No te dejes las preguntas
para cuando sea la misma voz
la que cuestione y la que responda.
Mira que en esta familia
tenemos la dolorosa costumbre
de conocernos mejor de muertos.
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Mamá venía cantando por el pasillo a despertarme:
con los ojos aún cerrados yo olía la lluvia.
Mamá se alegraba
por todos las plantas, los huertos y los árboles
que recibían el agua
lejos
muy lejos
de nuestro bloque de diez pisos.
Mamá estaba viendo borbotear la fuente de su pueblo
desbordarse acequias y arroyos
a las viejas echarse el manto
por encima de la cabeza
y las hojas y ramas goteando
murmurando melodías que se colaban
en su casa triste
con muertos y sin radio.
Yo no entendía aquel refrán
que ella murmuraba de vuelta a la cocina:
agua de lluvia no quita riego.
Yo no sabía entonces
que las madres pueden ser
flores sedientas.
Te fuiste a morir en la misma fecha
que aquel que te había jodido la vida;
nada personal por su parte:
te la jodió a ti como a tantos otros.
En el momento me pareció una coincidencia
con más mala leche que otra cosa:
una ironía fúnebre
una carcajada de la calavera.
Pero luego pensé que tú reirías la última
que noviembre sería el mes de las madres
que guardan la ternura y la dignidad
en un cofre rodeado de pinos y regatos;
no el mes de los que se van entre tubos
ajenos a la muerte como estuvieron ajenos a la vida
y que yacen incorruptos admirando
la solidez del mármol.
Una última cosa, madre:
sé por ti que hay ideas que atentan contra el corazón.
Dicho de otro modo:
tener corazón no permite tener ciertas ideas.
Y ninguna otra vida
ninguna otra muerte
me convencerá de lo contrario.
Antes de morir, mi madre dijo mamá, ven
mientras me miraba sin verme;
yo dije mamá, quédate
abrazando su cuerpo diminuto
envuelto en pañales y olor a talco;
mi hija dijo mamá, no llores
y me acarició la cabeza consolándome.
Cuando mama murió, durante unos segundos
no tuvimos muy claros los lazos que nos unían
no supimos quién se había ido
y quién se había quedado
ni en qué momento de nuestras vidas
estábamos viviendo
o muriendo.
El amor te hace listo
no como a un predador le hace listo el hambre
sino listo como un niño con pocos juguetes
camuflando entre ortigas su camión roto.
Que soy libre, me dicen.
Pero si quisiera tener otro hijo
tendría que llevarlo al Banco de la esquina
porque suya es mi casa.
Mi niño llamaría padre al director
y madre a la cajera
aprendería a andar con una silla de oficinista
dormiría en un cajón del archivador
y yo sólo sería un pariente lejano
que le sonreiría desde mi puesto en la cola.
Me pasaría de vez en cuando con la excusa de ampliar la hipoteca
sólo para ver qué tal me lo crían
cómo le afecta el aire acondicionado
si sabe poner un fax
y si el director le regala un juego de sartenes
por su cumpleaños.
A todo me he entregado
como si fuera a durar.
Con cada persona
cada casa
cada ciudad
firmé un contrato
escrito sobre la piel.
Para decir adiós
he tenido que arrancarme
las cláusulas
a tiras.
Así ha sido
una y otra vez.
Con cada persona
cada casa
cada ciudad.
La letra pequeña
se esconde ya
entre cicatrices.
Capitalismo:
mi venganza es amar
lo que desprecia.
Ana Pérez Cañamares ha publicado el libro de relatos En días idénticos a nubes y los poemarios La alambrada de mi bocay Alfabeto de cicatrices, en Baile del Sol. Sus relatos y poemas aparecen en antologías como Por favor sea breve (Páginas de Espuma), Resaca/Hank Over (Mondadori), Bukowski Club Jam Session de Poesía 06-08 (Ed. Escalera), Poesía Capital(Sial), 23 Pandoras (Baile del Sol) o La manera de recogerse el pelo (Bartleby), entre otras muchas. Ha sido la ganadora de la quinta edición del Premio Blas de Otero, en el 2012. Es administradora del blog El alma disponible. Su página web:http://allmuro1.wix.com/anaperezcanamares