Aparece frente a mis ojos otra vez la bandera cubana conformada como un rompecabezas que se adhiere a un trozo gris del malecón habanero. La custodia una grieta a un lado, y del otro un agujero que es la boca de un desagüe. Día tras día se enfrenta al oleaje, a la intemperie, a la curiosidad. Hecha de pequeñas piezas de cerámica esmaltada, fue puesta mientras la ciudad dormía, como si fuera un acto sedicioso del enemigo. Símbolo patrio que deviene incógnita; la insignia habla por sí sola de la fragmentación del país arrumbado al borde del agua. La veo ahora fungiendo de portada del libro “La vanguardia peregrina” de Rafael Rojas. Siendo una pieza anónima cuesta trabajo darle crédito al hacedor. Lo mismo ocurre con la Caridad del Cobre, esa hermosa virgencita que apareció de buenas a primeras en el arrecife y que también pertenece al orden de las piezas espontáneas y colocadas al amparo de la noche por Carlos Eloy Perera (La Habana, 1972). De su adhesión al dienteperro soy testigo ocular. Era una noche de septiembre cuando salimos de nuestra casa en Centro Habana con la escultura envuelta en una manta y un cubo de cemento rumbo al Malecón. Las mujeres nos quedamos sentadas en el muro, mientras el artista y un buen amigo bajaban a colocarla entre los reflujos de la marea. Por esos mismos predios años atrás hubo una caseta que albergó otra virgen, a la cual los pescadores se encomendaban al salir en sus travesías. No recuerdo cual fue el último temporal que la arrancó de cuajo, pero ahí estaba la que hizo Eloy para reemplazarla. Algunos noctámbulos confundidos hacían sus deducciones: “Miren a esos locos yéndose pa’l Yuma”; otros mencionaban el pago de una promesa. La concha con la virgen finalmente se dejó engarzar entre la piedra y el mar, y ahí está, entre restos de velas, flores, ofrendas varias que la gente le lleva procurando alguna bondad a cambio.
Los comienzos de Carlos Eloy en la escultura se remontan a la época en que estudiaba en San Alejandro. Su tesis de graduación fue una asombrosa instalación que le llevara casi dos años de búsqueda y reflexión, más otro en completarla. Hecha de cerámica patinada, a la que añadió algunos elementos reciclados de metal, llevó por nombre La Cafetera, y era capaz de colar 22 tazas de café de una manera ingeniosa. Se trataba de una apropiación iconográfica de la pintura de Ángel Acosta León, así como un homenaje a quien pintaba sus artefactos como si fueran objetos reciclados a la vez. “Cosas que se resisten a perecer, apreciadas a través de un velo onírico”, así los describe el crítico Carlos Velazco. Fue un trabajo exhaustivo el de Eloy recolectando vestigios del pintor, interiorizando su vida y lo que pudo ser su psiquis, tan compleja e inocente como uno de esos cachivaches que pintaba. Considerado uno de los artistas plásticos más genuinos de la pintura cubana, paradójicamente no pudo vivir del arte e incursionó en múltiples oficios, desde chapistero hasta conductor de guagua. Una de sus modelos fue la cafetera de marca Victoria situada en Neptuno y Belascoaín, donde en los altos el artista-conductor de guaguas tenía su estudio. El escritor Gerardo Muñiz en un abarcador artículo publicado en su blog Puente Ecfrático, alude a una confesión de Acosta León a su amigo Samuel Feijoó, refiriéndose a las cafeteras: “…las tenía delante cuando iba a tomar café. Eran diosas de metal para mí”. Al decir de Núñez la obra del pintor nacido en La Ceiba, Marianao, en 1932, capturaba el momento en que la máquina (entiéndase con ello una época) iba muriendo a la par de la ciudad. La Cafetera de Carlos Eloy, premiada en el Salón de la Ciudad en el año 1996, celebra la resurrección del artefacto, la diosa vencida por el furor de una época de cambio apocalíptico que también se llevara en una propela de barco, atemorizada por miserables fantasmas políticos, el alma de Acosta León. En su intento por encontrar algunas misceláneas originales que incorporar a su obra, Eloy peregrinó por lo que quedaba de las cafeterías que Acosta León debió frecuentar; apenas quedaba nada de lo que fue un pasado reciente. Lo más preciado que encontró fue una chapa con la bandera cubana y una inscripción de Cafeteras Nacionales que cambiara a una empleada gastronómica por un jabón. Trueques, cambios, intercambios… Cuba se abre al mundo a riesgo de perecer…
Corre el año 1999 cuando el artista y promotor cultural español Silverio López viaja a Cuba y selecciona a Eloy para participar en un proyecto llamado “Territorio Imaginario”, a concertarse en la isla Fuerteventura, Canarias. El proyecto, según su gestor, era una extrapolación al terreno del arte de una práctica ancestral de los campesinos majoreros, quienes al levantar las gavias y los cercados en el suelo para poder irrigar los cultivos, manipulaban la tierra visual e inconscientemente. Esta “incidencia del arte en el paisaje” fue puesta en práctica “dentro de un concepto de máximo respeto por el medio”. La intervención que hizo Eloy en la Atalaya de la Rosa del Taro utilizaba los propios materiales del lugar y otros que logró subir: arena picón y del Sahara, ceniza volcánica… En una isla azotada y moldeada por fuertes vientos, volcanes, aridez, hay que saber emplear muy bien los recursos materiales. Bien lo aprendió el artista cubano en su propia isla y lo reforzó a través de su anfitrión, quien tenía por mesa una piedra de molino que usó su padre para triturar el cereal. Con los recursos que tenía, Eloy delimitó un círculo de piedras y dentro de él trazó una figura a semejanza de la que Leonardo dibujó para ilustrar la regla de oro del cuerpo humano. En el lugar de las piernas colocó la pata de gallina hippie, y donde debían ir los genitales levantó una columna de piedras a modo de lingam que parece convocar a la tierra renuente a la fertilidad. Cuentan que algunos de los que suben a la cima de la Atalaya regresan contando que se han tropezado con misteriosos rastros dejados por los mismísimos guanches…
En la capital de Fuerteventura, un tiempo después, Carlos Eloy ensambló junto al escultor Yonhy Núñez una imponente escultura de cinco metros que llamaron El Autoestopista: una armazón de metales de desecho y algunos elementos de vidrio con la que armaron esta figura que saluda al viajero en una de las principales rotondas de Puerto Rosario. Los hierros están soldados de una manera compacta, por lo que mantiene una tensión y un equilibrio internos que evocan los principios de la escultura clásica, pero hecha de pura chatarra.
Permítanme que me aparte de Fuerteventura para ir a Puente Ecfrático otra vez. Probablemente su autor no tenía la menor idea de que un artista cubano había tridimensionado una cafetera de Acosta León, mucho menos que ese mismo artista modelaría unos años más tarde una figura del Caballero de París a tamaño natural. Sin embargo, la analogía estaba hecha cuando observaba que “Ángel Acosta León, como conductor de guaguas, fue uno de los más ávidos flaneurs de la ciudad, quizás solo el caballero de París pudiese haber estado a su nivel”. “El poder de la vista andariega”, llamaba Núñez a este modo de estar y de percibir. Cuando a Carlos Eloy le encargaron una escultura del Caballero ya existían al menos dos en La Habana. La primera es una versión hecha en alambrón, manierista y un tanto caricaturesca, terminada en 1981 por el escultor Héctor Martínez Calá. La otra, la de José Villa Soberón, es la más popular porque está ubicada a unos pasos de la entrada del Convento de San Francisco de Asís, en el corazón del caso histórico habanero, donde en una cripta reposan sus restos. Villa representó en bronce a un altivo caminante que deja una impronta airosa en las fotografías que día a día le son tomadas. Tal vez ese era el aire que tuvo de joven José María López Lledín, alguna vez también su barba y pelo fueron más cortos y su andar bravío. Pero este no es el mismo personaje que en sus últimos años, andrajoso y melancólico, armaba “el castillito” en la pizzería de la céntrica esquina de 12 y 23. La escultura de Eloy reverencia a un hombre viejo, que levanta un brazo hacia el pecho como presto a jurar la eternidad. La larga melena blanca le baja más allá de la cintura en dreadlock apretado. Esa cabellera cochambrosa era su orgullo y su credo. “Si me la cortan yo sería un loco más.”
Humberto Calzada tenía bien arraigada desde su niñez la presencia de aquel personaje bohemio que le decía frases afectuosas a él, un niño limpiabotas. Este niño devino con el tiempo en el administrador de la pizzería Cinecittá y nunca quiso expulsar al vagabundo de sus portales a pesar de las quejas y desdenes de algunos clientes. Todo esto supo Eloy al conocer a quien fuera el siquiatra del Caballero en el hospital de Mazorra, donde pasara sus últimos años de vida ya muy enfermo. Luis Calzadilla Fierro escribió el libro sobre López Lledín mejor documentado que existe hasta nuestros días; su amistad y cariño fueron inmensos. “No pertenezco a la época del automóvil y de las guaguas. Yo debí haber muerto con la última diligencia, antes que el petróleo y las vitaminas alfabéticas inundaran el mercado.” Todos estos elementos de referencia personal hicieron que la imaginería lograda por Eloy sea tan auténtica, además de estar hecha con un material humilde como el barro, que a mis ojos realza más el ser humano que fue el Caballero, testimonio de la consabida pobreza gallega que obligó a sus hijos a hacer las Américas.
Desde hace unos años Carlos Eloy ha tenido oportunidad de trabajar en Miami en varios proyectos, entre ellos el que hizo posible fundir una nueva versión de Flora, la recogedora de sueños, una pieza que diseñara Cundo Bermúdez como agradecimiento a la ciudad de Miami, tierra donde según él pudo cumplir sus sueños de inmigrante. Esa obra monumental, fruto de un trabajo en equipo, puede verse hoy en el downtown de la ciudad. Más allá, en un edificio ubicado en la intersección de Alhambra Circle y Le Jeune, en Coral Gables, está emplazada otra obra de Eloy, hecha en hierro y recubierta con una pátina de oro. Por el ritmo que la anima tiene algo de escultura futurista, y a la vez la delicada manera en que curvas, filamentos y esferas se imbrican, unido al dorado homogéneo que la cubre, hacen que la pieza llamada muy pertinentemente Sole Mio, logre un efecto de suspensión casi mística en el observador. Emplazada en medio de un edificio solemne e impersonal que alberga un banco y quien sabe qué otras misteriosas entidades mercantiles, su presencia misma lo trasciende. El espectador puede ausentarse un momento de su razón de estar en ese vestíbulo y dejarse llevar por la constelada presencia que lo une a un universo tan misterioso que enlaza soles con transferencias monetarias, pero a la larga el oro de la vida prevalece como origen y fundamento. Por otra parte, y en una dimensión de formato menor, Carlos Eloy ha comenzado desde hace un par de años a trabajar en una serie limitada de vírgenes de bronce y al preguntarle el nombre me ha dicho graciosamente que se llaman “vírgenes de la escoria”. Ya supondrá el lector el doble sentido por dónde va. Pero según me explica el también escultor Alejandro Fuentes, no están hechas de escoriaciones sino del material derretido que salpica o se derrama al verterse en el molde, y que luego se solidifica en el piso. Estas formas irregulares son las que Eloy suelda luego para conformar el cuerpo o el vestido de la imagen. Los rostros, por el contrario, los consigue a través de la antiquísima técnica de la cera perdida y obedecen a un patrón iconográfico más convencional. El contraste que consigue entre lo logrado por accidente y lo que no lo es, le confieren a las piezas un aire de absoluta contemporaneidad.
Al margen de su pintura, que es bien abundante y muy personal, he querido concentrarme en la obra escultórica de Carlos Eloy, la que podemos apreciar en espacios urbanos de su país natal y más allá de este. Afincado en la variedad de técnicas que domina, es uno de los artistas jóvenes cubanos que ya ha dejado huella de un trabajo bien riguroso y abierto a los desafíos. Muchas veces a contracorriente de la unánime convención, ha puesto sus manos sobre el barro, la arena, el cristal, el granito, la chatarra… para dejar una obra generosa. Carlos Eloy ya puede decir hoy como dijo el loco no tan loco llamado el Caballero de París: “Yo soy un hombre que me he sobrevivido”. Ahí están sus obras para confirmarlo.
María Cristina Fernández
(Foto cortesía de la autora)
María Cristina Fernández. Narradora. Tiene publicados los libros de cuentos “Procesión lejos de Bretaña” y “El maestro en el cuerpo”, además de otros dos libros para niños. Cuentos y textos suyos han aparecido en revistas y antologías de Cuba, EE. UU., México y España. Desde el año 2006 vive en Miami.
Carlos Eloy Perera
(Foto cortesía del autor)
Carlos Eloy Perera (La Habana, 1972). Escultor. Estudió en San Alejandro.
Excelente!