I – Vigilia, media noche
Yo, Caligari, este animal de feria y de silencio
fundido al trono de los años, sentado sobre el tiempo
que hoy regala palabras para la danza de mi lengua
y este miedo que ha obrado el peso de mis cobardías
decido hablarles de las horas, de los hombres que he matado.
Los hombres que vistieron sus máscaras, un número por nombre,
un epitafio tatuado en las espaldas y el nombre de la noche.
No tengo luz, me hundo en la memoria y tengo miedo, mucho miedo.
¡No tengo luz y estoy tocando a cada uno de mis muertos!
II – Maitines, tres de la madrugada
Un día como hoy pudiera terminar el tiempo.
Un día como hoy, con su dura ración de pan amargo,
mil heridas abiertas y la misma noticia de victoria
golpeando las paredes de todos los diarios.
Hoy, entre abril y noviembre, bajo el eclipse
que marca la muerte de otro año y los años
de estos hombres que no engendran más hijos
que lleguen a la noche de la próxima mañana.
Hoy puede comenzar y terminar el tiempo.
III – Laudes, hora Prima, seis de la mañana
He sembrado un campo de banderas negras
en la boca de cada uno de mis muertos.
Ahora me persiguen sus últimas palabras,
el terror al barranco, el cansancio y el llanto,
el ¡Viva Cristo Rey! y las gargantas rotas
abiertas y cayendo entre una descarga de fusiles
y las manchas de sangre que soportan un muro
de piedras muy gastadas por la oración del tiempo,
por furnias de silencio y todos los lamentos.
V – Hora Sexta, medio día
Si hoy me fuera dado poner un rostro a la tristeza,
volver a escribir el eco de mis pasos, el golpe de la historia,
si no hubiera partido tantas voluntades y la eterna promesa
de que todos tendrían un pedazo de pan y vida eterna.
Si pudiera enterrar esta coraza de lujuria y esparto
en el silencio de las ruinas. Si no hubiera trocado
la isla en una cárcel del tamaño de la isla, la cárcel
en puro manicomio, en celda de castigo y expiación,
en camisas de fuerza para vestir la esperanza del domingo.
VI – Hora Nona, tres de la tarde
Si tuviera suficiente valor para guardar silencio
ya me hubiera tragado estas palabras que nada significan.
Si tuviera valor para escucharlos y sostener sus miradas,
pero todo se ha roto: el tiempo, los hombres, las palabras.
Las mujeres de los condenados se vistieron de gladiolos y blanco,
caminaron las calles contando soledades y rosarios, recibiendo
en el pecho las patadas que dan estas quietas utopías y la vida.
Los hombres desistieron del pan y el vino amargo, dispusieron
su mejor camisa y se mataron de hambre, de abulia y semejanza.
VIII – Completas, nueve de la noche
Un día como hoy puede terminar el tiempo.
Hoy, que debe ser domingo, el último domingo
de Cuaresma —esta hora que parte relojes y calendas—,
día donde el tiempo se detiene con extrema delicia
en todos los rincones de la casa y el viejo Dios
apaga su existencia y ejecuta legiones de ángeles apócrifos.
Las llamas del incendio conceden la certeza de la noche
—vigilia de los siglos y un silencio que amontona el alma—,
una noche donde puede comenzar y terminar el tiempo.
Germán Guerra nació en Guantánamo, Cuba, el 13 de agosto de 1966. Poeta, fotógrafo y editor. Reside en Estados Unidos desde 1992. De sus poemarios ha publicado Dos poemas (Colección Strumento, Miami, 1998), Metal (Dylemma, Miami, 1998) y Libro de silencio (Ediciones EntreRíos, Los Ángeles–Miami, 2007). Trabaja como editor de noticias y diseñador gráfico en el periódico El Nuevo Herald de Miami.