Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Conversaciones con la muerte y otros poemas

DANIEL DÍAZ MANTILLA

 
Conversaciones con la muerte
 
Soy un fabricante de historias, un apuntador de epifanías,
un desterrado que hizo su casa entre dos mundos
igual de inhabitables, igual de inmensos.
Tomo nota de la tristeza, del júbilo, de los ecos
que resuenan en mi alma lavada por sucesivas añoranzas,
por sucesivos desencantos: tomo nota del frío o el calor
o la templanza con que miran los ojos cuanto existe,
cuanto parece existir.
De veleidades más o menos tangibles,
de retruécanos, lemas, trabalenguas, teorías
construye(ro)n otros los pilares de este puente: viejas palabras,
duras abstracciones que fijan todavía el contacto
con la ternura y la fe, con el silencio y la voz que ahora somos;
de veleidades construyo —como ellos— mis propios cimientos:
palabras, ¿sólo palabras?
Cuando la brisa esparza el polvo de mis huesos,
cuando la ausencia desligue mi memoria,
quedarán estos signos desgranándose entre millones de signos
similares: sin demasiada utilidad acaso, sin suficiente sentido
para quienes entonces construyan
sus propias historias, sus efímeros pilares.
Creo —quiero creer— que sin embargo
el puente seguirá
a través del vacío religando conciencias, abriendo
sobre cuanto parece existir
un horizonte, un punto cardinal
donde la aurora sea más que simple aurora,
donde el ocaso sea más que mero ocaso,
donde tú, aunque al fin siempre prevalezcas,
nos das tregua para habitar los verbos y acendrarlos
entre la carne y el alma, justo en mitad de la nada.
Soy un fabricante de historias como el resto de mi estirpe,
un soñador, un obstinado artesano de ilusiones,
soy estribo y rienda de la fe, de la locura,
y no elegí lo que soy, pero lo acepto;
por eso creo, por eso tengo que creer más allá de ti
en mí, en nosotros, en el misterio.
 
 
 
Refugio
 
Tenía a orillas del Main un refugio,
un rincón junto al antiguo puente de ladrillos
donde los cisnes parecían más blancos
en la turbidez del agua.
Tenía pan de frutas cada mañana
en la estación del metro,
una taza de té para calentarse el ánimo
cuando las nubes le hurtaban el sol
al viejo Sachsenhausen.
No era mucho,
aunque tenía también jardines,
parques donde las hojas marchitas del manzano
dibujaban sobre las piedras una ilusión de armonía,
un arabesco de evocaciones sutiles
como el musgo en la ribera
donde se sentaba a escribir sus versos.
Pero el invierno le asediaba
y una escarcha invisible, casi gris,
sembraba de preguntas su pecho cada diciembre,
frías preguntas que no logró responder
ni apartar.
Tenía a orillas del Main un refugio, ahora ni eso.
Cremaron su cuerpo en navidades.
El casero guardó sus papeles en una caja
por si alguien venía a reclamarlos,
esperó tres meses
y los tiró
a inicios de la primavera.
 
 
 
Mnemóside
 
1

Todos somos de algún modo Heráclito,
todos somos ese barquero a la deriva sobre el ancho Leteo.
Con sorpresa y dolor miramos en el torrente
las escenas absurdas de nuestra propia historia,
y olvidamos para seguir.
Todos buscando y muriendo,
sembrando y segando sobre el valle que sus aguas fertilizan,
nuestras nimias conquistas;
todos soñando despertar. Y al despertar,
todos somos de algún modo sombras, ilusiones,
cicatrices que el tiempo arrastra sigiloso
hacia un lejano mar inmensurable
que nuestra candidez quiere llamar Mnemóside.
 
 
2

Todos somos de algún modo Whitman
acodado en el frío pasamanos del puente de Brooklyn,
mirando con fervor las torres crecer hacia las nubes
y bruñendo palabras para cantarle al futuro.
Todos somos de algún modo el futuro, esa fruta podrida
cuyas semillas comienzan ya a germinar
entre la masa hedionda
para alzarse en ramas de un verde renovado
y frutecer y podrir y germinar otra vez
sobre la misma tierra.
Todos somos ese puente entre la primera y la última semilla,
entre el esplendor y la ruina de un bosque, de una ciudad;
todos cantándole al futuro nuestras viejas canciones,
como Whitman,
como si el gélido Hudson que nos embriaga
fuese Mnemóside.
 
 
 
Obligados a jugar
 
Esconden en la pose el rostro y pasan corriendo
como fantasmas subrepticios
bajo las pocas lámparas que aún alumbran.
Trasiegan en los recodos de la historia
nuevas amnesias, nuevas máscaras,
y borran afanosos (cuando pueden) las líneas
de aquel capítulo donde quedaron al desnudo.
Modifican a su modo el terror.
Son ahora mercaderes, señoras y señores de etiqueta
que se exhiben sólo en galas, recepciones,
espacios controlados para evitar cualquier azar
que ensombrezca sus gestos elegantes.
Pero guardan todavía en la cartera una pistola
y regatean furiosos (cuando pueden)
el precio de sus sueños:
«¿Con cuántas víboras se compra un unicornio,
con cuántos unicornios una víbora?», preguntan
en las subastas del Olimpo.
Luego se sientan en sus casas
para ver cómo fornican, cómo lloran,
cómo combaten esas bestias
obligadas a jugar el juego de sus amos:
«No hay mayor placer —han dicho— que verlas
humilladas».
 
 
 
Donde el desierto prolifera
 
Vengo de una hueste de alucinados indomables.
De eclipses me alimento,
de erupciones, deflagraciones, abismos,
superficies pulidas por la recia terquedad del golpe o la caricia
o la intemperie paciente o la mordida.
En manantiales secos o enlodados bebo el elixir de la nada,
la pertinacia que transmuta carne en cristal, fetidez en fuego fatuo.
Con todo lo que se anquilosa y fermenta crecí,
con todo lo que transa o se endurece y desmorona.
Con cuanto fue destello en el rocío o negrura en la ceniza
y luego el viento dispersó entre árboles, persianas, hendiduras;
con el murmullo de aquel viento
cargado de viejos esplendores enclaustrados,
aprendí la tradición de mi estirpe:
con el viento y con el trueno que restalla
en lo hondo de la nube, en la viscosidad de la sangre;
con todo aprendí a desconocer y reaprender.
Un resplandor fugaz nos atraviesa,
un día de breve eternidad somos,
un malabar frenético es todo lo que existe:
rocas cinceladas por la fiebre, hijas y madres
de un linaje inconstante, inmarcesible aun después de morir.
Por eso la hierba espigada es mi bandera,
por eso hice del fin mi única patria.
Por eso no tengo escudos ni más himnos
que la gratitud de ser y el suspiro ante el ocaso.
No blando otras armas que la verdad y el amor
(esos arcaicos surtidores de locura):
con ellas mato y muero a un tiempo,
con ellas soy tiempo en espiral, eco que persiste
en el pecho de cada peñasco, en el ala de cada gorrión pardo y vivaz.
Vengo de una hueste de sedientos, de insaciables soñadores,
y aunque ahora estoy aquí, como atrapado
en la maldita circunstancia de la erosión en todas partes,
aunque la insensibilidad desgobierne este reino tangible,
no estoy preso en su ruedo, ni desfallezco
ni ignoro mi destino inevitable:
yo vine a construir, a sembrar donde el desierto prolifera,
a poblar de daimones el vacío de los ojos,
de aspiración el alma
de esos cántaros que caminan sin rumbo ni propósito,
día tras día sujetos a la trampa frágil del miedo y la ignorancia.
Ignorante vine, y tozudo, a poner piedra sobre piedra
para agujerear de constelaciones la oscuridad del insomne:
cosmologías, mitos, espejismos traigo, paradojas.
Allí donde las manos palpan fatigadas la frontera de lo real
vengo a desbrozar futuros,
allí donde las piernas se hincan sin defensa
planto amnistías y renegocio un renacer.
Yo vine a construir, a dar aliento sin tenerlo,
y no importa que trueques o amordaces la luz de tu horizonte,
no importa que seas tu propio holocausto,
pues donde tú tramas olvidos yo clavo palabras, pasadizos,
y donde te arrancas la fe yo perpetro leyendas seminales
con que instigarte al leve sismo, al escozor, la sacudida.
Donde eriges tu pilar de ausencia y decepciones,
yo me abro el pecho para darte encrucijadas, disyuntivas, puertas,
seductoras ocasiones para hallar en la selva de lo ignoto tu reflejo.
No habrá vacío sin tormentas, te digo: no habrá tormenta sin despertar,
porque yo vengo de una hueste inmemorial y soy tu sangre,
porque vine a construirte cada vez que te destruyas.
 

Daniel Díaz Mantilla (Foto cortesía del autor)

Daniel Díaz Mantilla
(Foto cortesía del autor)

Daniel Díaz Mantilla (La Habana, 1970) Narrador, poeta y ensayista. Actualmente trabaja como editor de la revista literaria La Letra del Escriba. Ha publicado Las palmeras domésticas (narrativa, Premio Calendario 1996), en•trance (narrativa, Premio Abril 1997), Templos y turbulencias (poesía, 2004), Regreso a Utopía (novela, 2007), Los senderos despiertos (poesía, Premio Fundación de la Ciudad de Matanzas 2007) y El salvaje placer de explorar (cuentos, Premio Alejo Carpentier 2014). Estos poemas pertenecen a su libro inédito Días de tormenta.

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Esta entrada fue publicada el 10/01/2015 por en Poesía.
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