Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Palabras de presentación a «La isla de las mujeres tristes» de Elizabeth Mirabal por José Prats Sariol y Rodolfo Martínez Sotomayor


JOSÉ PRATS SARIOL

 

Elizabeth Mirabal corteja a los Borrero


 

Entre las ruinas de lo que fue la Revolución cubana, surge alrededor del dos mil y con fuerza hasta hoy, una literatura que polémicamente lucha por inmunizarse contra el virus político. Sus principales autores arman sus poéticas tras limpiar con estropajo de aluminio —aunque sea imposible una higiene total— los clichés ideológicos, las rémoras teleológicas y los prejuicios morales del caldero nacional. También los de las técnicas de estilo como escuelas cerradas, adicciones fanáticas, artificios como costurones a publicitar.
  Elizabeth Mirabal lo evidencia en su novela La isla de las mujeres tristes, Premio Iberoamericano Verbum de Novela 2014. La fragmentaria saga de la familia Borrero, asociada también con la Cuba actual, muestra con sutileza los zigzags: la poética de elusiones —desinteresarse nunca es lo mismo que temer— y alusiones, casi siempre divertidas, que parecen predominar entre los jóvenes escritores cubanos. Con curiosa influencia, a la inversa de la relación clásica con el canon, en los autores que pudieran ser sus padres y abuelos.
  Hay, sin embargo, una carencia que parece insumergible: la tradicional escasez de biografías y estudios socioculturales en español; que tanto contrasta con la fortaleza que en esos géneros muestran el inglés, el ruso, por solo citar algunos ejemplos. Brillantes excepciones no justifican la evidencia. Y la literatura escrita en Cuba no se aparta de esa carencia, cuyas causas deben de ser más complejas que los obvios requerimientos de un mayor trabajo de investigación, la ausencia de becas o la necesidad de ganarse la vida en otro trabajo.
  A lo que se añade aquí la constante violación de la frontera que separa la novela histórica de la microhistoria o estudios de caso, desde que un brillante historiador, Carlo Ginzburg, publicara en 1956 en su ciudad, Turín, El queso y los gusanos. El secreto de Ginzburg, contra las grandes construcciones históricas positivistas y de otras marcas filosóficas neohegelianas, fue priorizar lo particular, es decir, partir de lo más humilde e individual y desde ahí —sin mecanicistas o dialécticas teorías del reflejo— sugerir generalidades, hipótesis caracterizadoras. En Mennochio, el personaje real del siglo XVI, está la clave de la microhistoria. Al igual sucede en novelas históricas tan célebres como Guerra y paz, pero en ella los elementos de ficción predominan sobre la investigación y verificación documental. Y por ahí transcurre con sobria ingeniosidad La isla de las mujeres tristes, hasta bien entrada la república, cuando narra en boca de la costurera Ana María Borrero.
  Novela histórica y no biografía, novela histórica y no microhistoria; se trata de una narración que ofrece un fresco de la familia Borrero, con énfasis en las hermanas —y desde luego que en la famosa Juana—, que crece gracias a las destrezas expresivas de Elizabeth Mirabal.
  Lo que a su vez potencia una rigurosa investigación histórica sobre los Borrero y su difícil época, con reducidas especulaciones. Sin libertades para insinuaciones: como la verdadera causa de las visitas del atormentado padre, el médico Esteban Borrero al cuarto del poeta Julián del Casal, detrás de la redacción de La Habana Elegante. Que en la novela se acogen al suspense o siembran la idea de que es la imaginación de la autora quien desgrana dudas en la olla. Porque no se trata de un personaje de ficción —como el inmortal Pierre Bezukhov de Tolstoi— sino de un hombre que termina suicidándose en un hotel de San Diego de los Baños en 1906, cuya relación con la historia de Cuba durante la llamada Guerra de Independencia alcanzó justa notoriedad por su patriotismo.
  En la misma dirección de impacto mediático, la tragedia de Juana Borrero tuvo los ingredientes necesarios para convertirse en leyenda. De ahí las exaltaciones hasta hoy, calzadas por poemas suyos como “Apolo”, “Crepuscular” y “Última rima”, cuadros como Pilluelos y Las niñas; cartas de una virgen que alucina a Eros y Tánatos. Su itinerario y valoración cuentan con el infortunio de morir muy joven —apenas a los dieciocho años— en el exilio en Key West, envuelta en un amor truncado por la guerra y no aceptado por el padre. Como el recorrido del tren que desde la estación de La Concha llegaba a la casona ligeramente tenebrosa de Puentes Grandes, a la orilla del río Almendares, los vericuetos argumentales arman morosamente el mural familiar, con muy profesionales referencias a detalles que refuerzan la verosimilitud y a situaciones afectivas que intensifican el argumento.
  Además, la enorme sensibilidad artística de Juana Borrero —exaltada por Julián del Casal, con quien mantiene una relación que frisa el enamoramiento— convierte en “imprescindible” para la cultura cubana su escasa y realmente modernista obra literaria y plástica. Talento, precocidad y “figura enigmática” —al decir de José Lezama Lima— han armado una hermosa hipérbole. Su hálito romántico inspira sentimientos donde se mezclan la admiración y la lástima. Forma lo que suele llamarse “vida novelesca”. Como argumentan Fina García Marruz en su poético prólogo a Poesía y cartas de Juana Borrero o Belkis Cuza Malé en su biografía El clavel y la rosa, que lamento no haber leído; y Francisco Morán en su avispado estudio-prólogo a La pasión del obstáculo, antología de poemas y cartas.
  Esta novela nos vuelve a los enigmas de la adolescente. Mientras avanza la lectura surgen recuerdos de más de sus doscientas cartas, en verdad poco conocidas fuera de Cuba. Y una frase caracterizadora de Rubén Darío, cuando en artículo publicado en La Nación de Buenos Aires, en 1896, habla de su “sensualismo místico” y emplea un adjetivo decisivo: “extrañísimo”. He ahí la clave que apasiona a sus lectores, que la novelista capta y transmite: una zona de misterio en ella y en su familia, donde las premoniciones revolotean, como los anuncios de que Juana moriría muy joven, lo que en definitiva sucede al caer víctima de fiebre tifoidea.
  La isla de las mujeres tristes de Elizabeth Mirabal invita a leerse sin apelar a sus circunstancias. Sus logros narrativos no necesitan ni el dudoso elogio de que es su ópera prima, ni aludir a que se trata de una mujer que vive en Cuba, ni el paternalismo de que la autora apenas nació en 1986, ni cualquiera de esas documentaciones externas donde los historiadores pescan y los críticos expertos en periferias multiculturales se ahogan.
 
 


Rodolfo Martínez Sotomayor

 

Elizabeth Mirabal y su fantasmagoría


 

A veces concibo a ciertos autores como fantasmas que habitan entre libros su vivencia de espectros. Eso pienso al recordar, años atrás, cuando atravesaba, junto a mis hermanos, la calle Obispo en La Habana Vieja, y uno de ellos decía haber visto a Elizabeth Mirabal a través del cristal delantero del auto; bromeaba asegurando que era un espíritu, mientras juraba que llevaba un vestido antiguo, e insistía al decir que se trataba de un fantasma. Varias cuadras después, miré por el espejo retrovisor y, en efecto, allí estaba otra vez Elizabeth, junto a su esposo Carlos, caminando sobre legendarios adoquines. Ya me parecía sospechosa su fascinación por personajes avasallados por la cultura cubana, ya muertos y apaleados por la historia contemporánea de su país. Algo me decía que solo los muertos se fascinan con los muertos. En realidad Elizabeth Mirabal debía ser un fantasma, o una especie de zombi poseído por un extraño encantamiento.
  Al recibir su foto junto a la tumba de Juana Borrero en Cayo Hueso, al percibir su aspecto de niña deslumbrada mientras leía los versos de la artista adolescente frente a sus restos sepultos, ya casi no me quedaba duda; quizás dilucidaría el misterio mi primo palero, o una sesión espiritista frente a la Ouija. No me atreví por prudencia ante lo desconocido, pero el tiempo me daría la respuesta. Lo confirmé al leer su novela La isla de las mujeres tristes, donde Elizabeth parece una reencarnación múltiple de las hijas del doctor Esteban Borrero, cada una es una voz diferente que va conformando el andamiaje de una prosa poética que magnetiza desde las primeras páginas, y hace que no sea precisamente Juana Borrero la que, con su genialidad y muerte prematura, despoje a sus hermanas del lugar merecido en la historia.
  No es fácil crear personajes con seres canónicos de la literatura, el resultado puede ser caricaturesco y una falsa imagen de lo que se pretende. Sin embargo, Elizabeth logra que Julián del Casal visite otra vez la casona de los Borrero, que converse con don Esteban, y se disfruta en esos momentos de una creíble e inteligente introspección.
  Errado es buscar entre las páginas de La isla de las mujeres tristes, una crónica novelada de la familia Borrero, que ha motivado a tantos intelectuales por más de un siglo. Elizabeth Mirabal no hace un culto a la fidelidad de la historia familiar, esa lealtad se la profesa a su ente de narradora, y es en su fabulación donde radica uno de los encantos de la lectura.
  Son los propios demonios de la escritora saliendo a la luz, haciendo coincidir a Guillermo Rosales con Mercita, junto a lagos artificiales de Kendall, al “niño vagabundo de cara redonda y sucia” que habita un verso de Reinaldo Arenas, ante los ojos que escapan de la “hermana Lola Borrero”. Esa misma hermana que utiliza Elizabeth para recordarnos que la inmortalidad no se encierra entre límites de espacio y tiempo. Aseveraciones contundentes de nuestra historia cuando dice que “Así hemos vivido: debatidos entre marranos y ubres blancas, y después bromean cuando me quejo de mi perfume regalado como incensario que se consume en medio de las aguas de un pantano. Fango, lodazal y mierdero, déjenme gritarlo sin pena”.
  Ella argumenta en la voz de Ana María Borrero, con ese toque de fina ironía colindante con el sarcasmo, de un exquisito gusto además: “Pregúntenle a Mañach, hay muchas maneras de civilizar a Cuba, y puede que mi alta costura haya sido una de ellas”.
  Si algo no se vislumbra entre las páginas de la novela es la inocencia. Hay ciertas insinuaciones que pueden inquietar, hay también dardos certeros a la realidad circundante de la Isla, con una encantadora atemporalidad. Y así nos dirá en la voz de Dulce María: “¿Qué críticas conseguí?, una funesta, pero no de un perro de la hoz cualquiera u otro gacetillero de pacotilla”. O en la voz de Ana María, que pone los ojos en una geografía habanera más de nuestros tiempos y dirá: “Aquí no hemos tenido bombardeos, tampoco el hongo atómico, y sin embargo, La Habana luce peor que Leningrado o Nagasaki”.
  Desde Regino Boti y sus gestos iracundos, poéticos y obstinados, la Avellaneda y su inmortal despedida a Cuba como evocación de los exilios. Todos ellos y más desfilan por esas páginas como un catálogo privado de los fantasmas venerados por la autora. Una cultura libresca que sorprende, una intensidad que denota un poder de observación de la conducta humana, demasiado profundo para su juventud.
  Si las naciones tuvieran un sentimiento nacional, el cubano sería la nostalgia. Nuestra obsesión por buscar entre mundos perdidos algo que nos alegre, que nos aleje de los dolores presentes, ha generado la evocación constante del pasado, casi una antología de la tristeza que se justifica en la belleza alcanzada con sus formas de expresión, en la música, la literatura, la poesía, la narrativa. Ese rehacer de la realidad al servicio de la belleza, ha logrado con el arte, disfrazar la tristeza, la falsedad de nuestra cacareada alegría, que nos endilgan como un estigma.
  Elizabeth Mirabal lo resumirá diciendo que “hemos sido, bajo la máscara perpetua de la alegría, un pueblo patéticamente sufrido”. Una pregunta cae sobre una sobreviviente de los Borrero en América, como podría hacerlo sobre la joven Elizabeth: ¿Cómo es posible que una joven cubana no sepa bailar? Esa renuncia inconcebible para los mitos, es una simbólica respuesta. Pero hay mucho más entre las páginas de su novela, se recupera ese valor disperso de una nación en ruinas, como la familia Loynaz del Castillo, la familia Borrero y tantas otras, que acogerá el tiempo como lo mejor de nuestro legado. Abrir las páginas de este libro y adentrarse en ese universo caótico y sugestivo, es disfrutar del placer que subvierte y enajena, una invitación como a las ensoñaciones del mar a La isla de las mujeres tristes. Los convido, junto a Elizabeth Mirabal, a ese mágico viaje.

 
 
(Palabras de presentación a La isla de las mujeres tristes en el Centro Cultural Español de Miami, julio 10 de 2015)
 

Rodolfo Martínez Sotomayor, Elizabeth Mirabal y José Prats Sariol el 10 de julio de 2015, presentación del libro "La isla de las mujeres tristes" (Foto: Eva M. Vergara)

Rodolfo Martínez Sotomayor, Elizabeth Mirabal y José Prats Sariol el 10 de julio de 2015, presentación del libro «La isla de las mujeres tristes» (Foto: Eva M. Vergara)


 

Elizabeth Mirabal (1986) Licenciada en Periodismo por la Universidad de La Habana. Coautora de dos libros acerca de Cabrera Infante: Sobre los pasos del cronista (2011) y Buscando a Caín (2012) y de Hablar de Guillermo Rosales (Editorial Silueta, 2013). Ganadora con La isla de las mujeres tristes del Premio Iberoamericano Verbum de Novela 2014.

 

José Prats Sariol: Crítico literario, novelista y profesor universitario. Ha publicado los libros: Erótica (1988), Cuentos (2007), Mariel (1997, 1999), Las penas de la joven Lila (2004), Guanabo Gay (2005) y los libros de ensayos Criticar al crítico (1983), Estudios sobre poesía cubana (1988), Fabelo (1994) y No leas Poesía (2007).

 

Rodolfo Martínez Sotomayor (La Habana, 1966). Ha publicado los libros Contrastes (La Torre de Papel, Miami, 1996), Claustroafobia y otros encierros (Ediciones Universal, Miami, 2005), la compilación de textos Palabras por un joven suicida: homenaje al escritor Juan Francisco Pulido (Editorial Silueta, Miami, 2006) y Tres dramaturgos, tres generaciones (Editorial Silueta, Miami, 2012).

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Esta entrada fue publicada el 26/07/2015 por en Ensayo.
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