Cuba siempre ha sido fuente de inspiración para escritores de toda laya. Algunas de las mejores novelas pornográficas han sido escritas o se desarrollan en La Habana, donde había casas editoriales que se dedicaban a ese pingüe negocio. Uno de los primeros fascinados con ese país que nunca visitó fue Robert Louis Stevenson, quien en su novela de cuentos enlazados El Dinamitero, escrita con su esposa, Fanny Vandegrift, inventa a una cubana que protagoniza una historia delirante, donde figuran los esclavos, los pantanos y el vudú (!), aunque al final se descubre que todo es un disparate elucubrado por la protagonista. O sea, una falsedad dentro de una falsedad mayor que es la novela. Lo interesante es que los autores ponen a Cuba en medio de una narración con terroristas y brujos. Sin duda un toque de gran intuición.
En el violento siglo XX, Cuba queda vestida de lujo con El viejo y el mar, la famosa y aburridísima narración de Hemingway, y la divertida sátira Nuestro hombre en La Habana, de Graham Greene. Antípodas casi de lo que puede escribirse de Cuba y su irrealidad inatrapable.
Sin duda el mayor extranjero interesado en el país fue Alejo Carpentier, quien habiendo nacido en Suiza, de padre francés y madre rusa, logró hacerse pasar por cubano y hasta por comunista, a pesar de que vivió poco en la isla, siempre en diplomacias culturales en Francia o escribiendo telenovelas en Caracas.
Hay dos grandes escritores del siglo pasado que se ocuparon de Cuba de manera peculiar, aunque no he leído nada al respecto. El primero es uno de mis favoritos, el británico René Lodge Brabazon Raymond, más conocido como James Hadley Chase (JHC), aunque también escribió con otros seudónimos. En su ramillete de 14 cuentos Get a Load of This, hay cuatro que se desarrollan en La Habana, ciudad que nunca visitó (hasta donde he podido investigar).
Pero el no conocer una ciudad no impide el escribir sobre ella. JHC pasea sus personajes y hasta novelas completas por Roma, Milán, Berlín, Hong Kong y otros lugares donde nunca puso los pies. Algunas tienen su escenita en La Habana. También aparecen personajes cubanos en sus novelas y la isla se menciona con frecuencia, pues 17 de sus 89 novelas se desarrollan, como las de su contemporáneo Faulkner, en una ciudad de su invención: Paradise City, muy cerca de Miami. Por eso se puede dar el lujo de poner en el sur de «su» Florida una colina con cuevas. La Habana figura como lugar ideal de escape para mafiosos y asesinos a sueldo. Poco ha cambiado desde entonces.
Pero volvamos a sus cuentos cubanos, todos son magníficos, hay uno, Overheard, con ambigua escenografía del Floridita o del Sloppy Joe’s en la que el cantinero escucha la conversación de una pareja en la barra mientras beben un coctel de ron y ajenjo. El hombre ha llevado a su amor a La Habana para proponerle el fin de una relación informal con viajes por el mundo y casarse; pero ella le confiesa que ya «no tiene el coraje para seguir fingiendo» y con delicadeza trata de romper con él, hasta que, ante su insistencia, le revela que lo deja por otra mujer con la que ha tenido una relación paralela. Este tema, en 1942, era bien atrevido, ponerlo en la capital cubana le daba un toque de mojito que lo ensalza. Pero el cuento profético no es ese, aunque ahora la isla se ha puesto de moda para gays y lesbianas, sino otro: The Place of Love, en el que una chica del norte que ha tomado un crucero y ha tenido su aventura con un Casanova de cubierta, queda atrapada en el hotel sede de su noche de lujuria con dos periodistas americanos que quieren reportar en directo la revolución que se va a producir de un momento a otro (según o por orden de la CIA). Allí los tres extranjeros sufrirán primero los abusos de poder de un general y luego de violenta batalla, la barbarie de un líder revolucionario triunfante.
Hadley Chase toma el título de un eslogan turístico y se inspira posiblemente en el incidente que se produjo en el Hotel Nacional de La Habana en 1933, cuando militares del depuesto dictador Gerardo Machado se atrincheraron en el edificio y fueron sacados a cañonazos. Pero lo interesante es que este escritor, de un proverbial cinismo, que casi nunca manifiesta ideas políticas ni morales y que a menudo logra que el lector sienta igual repugnancia o desprecio por todos los personajes, aquí se atreve a aventurar una devastadora opinión sobre las revoluciones. El tiempo habría de darle la razón.
Dice uno de los periodistas, cuando los revoltosos sitian el hotel: «Ya empezó. En uno o dos días esto no habrá quien lo controle. Y esta pandillita será barrida. Luego una pandilla mayor surgirá y desaparecerá de la misma manera. Luego una pandilla aun mayor surgirá, y puede que algunos de esa pandilla la dejen para unirse a la banda que venga después. Lleva mucho tiempo poner en marcha una verdadera revolución. Esta gente no tiene mucha suerte para organizarse». No se olviden de que eso fue publicado en 1942, pero parece la descripción de los devaneos revolucionarios en la isla.
Lamentablemente, JHC no escribió más cuentos, sino novelas. Todas de tema policiaco o de espionaje «porque son las que dan dinero». A pesar de su descarnada visión del ser humano, fue un hombre apacible, que se fue, como Dard y Borges a vivir a Suiza. Se casó una sola vez y para toda la vida. No tuvo vicios ni contactos directos con la policía ni el hampa, aunque sí fue censurado y acusado de brutal, de misógino y de plagio. En una ocasión se vio obligado a pedir perdón públicamente a Raymond Chandler, y J.M. Cain le ganó un pleito por copiar la trama de Double Indemnity. Sin embargo esos plagios no lo eran tanto, ya que los periódicos traían (y traen) todos los días crímenes similares.
JHC «retrabajaba» historias y noticias al igual que Joyce, Flann O’Brien, o Cortázar, sin ir más lejos. Un ejemplo más reciente de esos recovecos «posmodernos» es El hombre duplicado (2003), de Saramago, plagiariamente basado (hasta en el nombre del personaje) en un cuento de Azorín: La última noche. Antonia Clara (Lope en silueta, 1935). Saramago da la pista en el nombre de su testaferro, Antonio Claro, por si alguien se da cuenta. Como nadie lo captó, exceptuándome a mí, que lo denuncié en mi reseña en el Nuevo Herald (pero ya se sabe que a los cubanos de Miami nadie les hace caso), más adelante, Saramago plagió un cuento de Teófilo Huerta en la novela Las intermitencias de la muerte (2005), cosa que el «nobelado» siempre negó, cuando Huerta, que se dio cuenta enseguida, hizo pública la ignominia o la «posmodernidad».
Debo aclarar que por misteriosa razón, mis artículos viejos (y a veces hasta los nuevos) no aparecen con nombre de autor en el archivo y por eso no puedo darles la fecha exacta de cuando apareció mi detallado trabajo sobre el plagio y el aburrimiento de esa novela sin colores. Quizá algún lector tenga más suerte para encontrarlo, debe ser del 2003. Saramago, al igual que en el caso Huerta, copia una escena clave del cuento azoriniano, cuando el personaje central se ve a sí mismo en la cama. A Saramago le dieron el Nobel, mientras que a Hadley Chase lo llevaron a los tribunales. Cosas de la vida y la «posmodernidad».
El librito con los cuentos de Hadley Chase se consigue en Amazon y es posible que lo tenga la biblioteca; pero léalo en inglés, porque si lee una traducción española se va a encontrar con cosas como esta: «La señorita Smith era una tía guarra que siempre estaba cachonda»; y si la traducción es argentina: «La señorita Smith era una chica desvergonzada que siempre estaba ansiosa de pasión»; mientras que lo que escribió Hadley Chase es: «Miss Smith was a total slut that was always horny».
El segundo cuento cubano profético es del genial PKD, como se conoce ahora al autor norteamericano Philip K. Dick, cuyas novelas de ciencia ficción han sido y siguen siendo llevadas exitosamente a la pantalla.
Las versiones fílmicas más conocidas de sus obras son Blade Runner, la única que se hizo mientras vivía el autor, Total Recall, Minority Report, Next, The Adjustment Bureau, Impostor y Paycheck.
La historia de la ciencia ficción podría dividirse en un antes y un después de PKD, él es prácticamente el primero que en vez de aportarnos escenarios futuristas con marcianos, cyborgs indestructibles y grandes avances tecnológicos, se preocupa por especular acerca de la evolución espiritual del ser humano. Crea personajes telépatas, capaces de soñar el futuro, moverse en el tiempo, leer las almas, y sobre todo, comunicarse con la Divinidad, que él plantea como una conciencia superior y abstracta, muy a lo Spinoza.
Se puede decir que las obras de PKD han ejercido y ejercen una fuerte influencia en la ciencia ficción, tanto la escrita como la filmada. Después de su fallecimiento en 1982, su popularidad e importancia no ha cesado de crecer. A fines de este año (2015) se comenzará a transmitir una serie de TV inspirada en Minority Report. También Amazon tiene una serie este año basada en su novela The Man in the High Castle.
Sin embargo, su última novela, no es de ciencia ficción. Como su título indica, The Transmigration of Timothy Archer, explora los temas de la reencarnación, el alma, la locura y la muerte en una atmósfera cercana al autor, el San Francisco de su época. PKD tuvo en 1974 unas experiencias místicas (o alucinaciones, según se mire) que casi lo enloquecieron. La búsqueda de una explicación racional o religiosa para los días en que vivió en dos tiempos históricos, lo llevaron a escribir compulsivamente todas las posibles explicaciones que se le ocurrían. Dejó constancia de su grafomanía metafísica en un solemne y monumental mamotreto que es la piedra de toque de sus fanáticos: Exegesis, unas 800 páginas seleccionadas póstumamente por devotos editores entre sus montañas de manuscritos donde trataba de interpretar el universo, su universo. En fin, una especie de suma teológica, que salvo que el lector adore incondicionalmente al autor, no hay quien se la dispare.
Sin embargo, tampoco hay quien le quite la palma a este genial autor de ser un monumento en el género, y su atormentada y corta vida lo delata como un hombre bueno, excelente amigo y un creador consagrado a su obra, aunque borrachín, egocéntrico y un tanto mujeriego.
Su cuento The Little Black Box, se desarrolla parcialmente en una Cuba futura. Se trata de una muchacha «asioamericana», miembro de la CIA, cuya encomienda en La Habana, a donde va como misionera budista zen, es infiltrar la población china de la isla, sobre todo, a los acaudalados banqueros. Su contacto es un doble agente chinocubano, aparentemente budista y miembro del Comité Central del Partido Comunista de Cuba.
Ese es el aspecto inicial de la trama. En ese mundo donde el budismo es la religión oficial de Estados Unidos y la más difundida (han quedado atrás los monoteísmos primitivos y sanguinarios), hay un nuevo profeta subversivo, posiblemente extraterrestre, que ha inventado una máquina de meditar (empathy box) que permite que el que la use se comunique, más bien que «comulgue» con él y sienta lo mismo que ese mesías (que se sospecha trasmita a la tv global desde la luna) en el momento del éxtasis o del sufrimiento.
La historia es complicada y hasta dispersa, pero resulta profético que el autor predijera en 1964 (!), que en un futuro no muy lejano, en Cuba coincidiría el comunismo con los banqueros chinos, y sobre todo, un CC del PCC con infiltrados de la CIA. El toque de surrealismo tropical lo da el budismo zen y valga la paradoja.
Con chinos millonarios o sin ellos, el modelo que quiere seguir ahora el gobierno cubano es el de China, y con su creciente tolerancia hacia las religiones, puede que no esté lejano el día en que haya budistas en el CC. De hecho, ya hay en el exilio muchos cubanos budistas, incluso practicantes fervientes del budismo tibetano. Si algún día va el Dalai Lama a Cuba (porque ya no es notica que vayan los papas, han ido tres), le encenderé un incienso a Buda, y hasta una velita a PKD, porque no cabe duda de que el genial y sufrido autor tenía una vista profética.
Daniel Fernández
(Foto de Pedro Portal
Daniel Fernandez estudió Licenciatura en Literatura Hispanoamericana y Cubana en la Universidad de La Habana, y trabaja actualmente como crítico de música clásica y columnista de El Nuevo Herald, en Miami. Perteneciente a la llamada Generación de El Mariel, el autor escribió una novela en Cuba La vida secreta de Truca Pérez, por la que fue sancionado a cuatro años de privación de libertad. Fue indultado en 1979, año en que llegó a Estados Unidos. Ha escrito novelas históricas de próxima aparición y obras dramáticas, además de poemas y cuentos dados a conocer en distintas publicaciones y escenarios. Ha publicado Sakuntala la Mala contra la Tétrica Mofeta (Editorial Silueta, 2009) y Novelas sencillas Editorial Silueta, 2010).