Aunque en todos los países y lenguas la crónica tenga sus cultores, ninguno como Brasil, donde prácticamente todos sus autores han incursionado en el género con acierto y abundancia, y donde se mantiene con gran popularidad entre los lectores.
Afortunadamente, el fenómeno ha sido estudiado con profundidad por enjundiosos críticos autóctonos que sin ambages la consideran la columna vertebral de su literatura. En su prólogo a As Cem Melhores Cronicas Brasileiras, Joaquim Ferreira dos Santos recuerda que posiblemente este género da nacimiento a su literatura con la famosa carta de 1500, que enviara al rey Manuel I de Portugal, como reporte oficial, Pero Vaz de Caminha (1450-1500).
El género alcanza mayor esplendor en el siglo XIX, con luminarias como Alencar o Machado de Assis; se vuelve selva de talentos en el XX, con vasto espacio en todos los periódicos y revistas; y se sigue cultivando hasta por las más recientes generaciones en el siglo actual. La crónica ocupa un lugar de predilección en la vasta y maravillosa literatura de Brasil.
El hecho de que sean obras breves les da una ventaja de popularidad en nuestros tiempos, donde cada vez hay más circunstancias que dificultan la lectura. También influye la flexibilidad del género, que prácticamente solo tiene una regla inmóvil: la brevedad. La crónica puede corresponderse con la viñeta, pero a veces se acerca al cuento, al chiste, a la crónica periodística, al apotegma… Marques Rebelo las ha hecho de líneas sueltas, como pinceladas sobre un lienzo donde cada una guarda lo suyo; otros llegan a varias páginas, pero pocas, muy pocas. Y casi siempre con tanta belleza, que da vergüenza pensar que esas obras maestras hayan sido publicadas en periódicos, que hayan sido joyas cotidianas, abundantes, baratas, al alcance de todos, pero a la vez efímeras, pasajeras, olvidables; aunque generalmente terminen recogidas en libros.
Nada similar existe en ningún país. Aunque se publiquen columnas o artículos con sabor de crónica, no hay un movimiento ni un respeto semejante al que existe en Brasil. Las columnas periodísticas de hoy son de corte político, económico, práctico, deportivo, casi nunca con vuelo a lo alto, con filosofía, y mucho menos con gloria verbal.
Entre los grandes cultores de la crónica brasileña está el grandioso hombre de letras Lêdo Ivo. Poeta de verso y prosa que también escribió novelas, ensayos, traducciones y memorias. Era miembro de la Academia Brasileña y recibió muchos premios entre ellos el Casa de las Américas (2009) y el Rosalía de Castro (2010). Nació en Maceió, Halagaos, el 18 de febrero de 1924, y tuvo la licencia poética de morir en Sevilla, la cuna de su admirado Machado, en el 2012.
Ivo tiene la merecida suerte de haber sido bastante traducido, aunque hay mucho de su valiosa obra que solo se consigue en portugués. He escogido la crónica que traduzco a continuación por su astuta mezcla de nostalgia y humor, y por la sutileza que insinúa más de una lectura. La obra de Ivo es una de las mejores razones para aprender portugués.
Los ociosos
Traducción de Daniel Fernández
Aprendí a verlos desde la infancia, cuando bajaba por la calle del Comercio. Vestidos casi todos de un blanco que el tiempo, viejo pintor, fue tornando inmaculado, estaban parados en las calzadas de las tiendas de ferretería y de menudencias, en los bares y las zapaterías. Solos, parecían estatuas pensativas, ocupadas por una idea grandiosa o un tedio infinito. En grupo, conversaban, reían, gesticulaban, encendían cigarros, acompañaban con la mirada la aparición de un paseante dotado del privilegio de atraer su atención. Eran los ociosos. No trabajaban, bien porque no hubiese empleos para ellos en la pequeña ciudad desprovista de mercado para tan grandes capacidades intelectuales, o bien porque, despreciando el mundo sudoroso y negocioso, tuviesen desde la infancia asumido el compromiso íntimo de jamás ser atrapados por la aceptación de una tarifa.
En casa, recibía alguna información sobre aquellas criaturas colocadas, desde años sin fin, por encima del limitado horizonte de la ciudad entregada a faenas monótonas. Eran historias de montepíos maternos habilidosamente chupados, de hermanas caritativas que pasaban sus días trabajando como costureras, de ancianas sirvientas que se aplicaban al planchar con hierro los ternos de lino condenados a una perfección de filos impecables. Algunos de ellos se habían graduado de Derecho, en Recife, pero nadie en la ciudad se atrevería a ofenderlos proponiéndoles un caso. El diploma de bachillerato pertenecía al elenco de las versiones legendarias que los rodeaban. ¿Cómo admitir que se hubieran pasado años estudiando y viajando en los trenes de la Great Western, si el estudio y los viajes, y hasta la estancia en las pensiones recifenses eran trabajos? También se decía de algunos que poseían empleos públicos, pero ninguna revolución del mundo tendría el poder de hacerlos permanecer en las oficinas.
Lo cierto es que de la mañana a la noche se les veía en la calle del Comercio. Extraños desplazamientos los transfería de la puerta del Bar Elegante y las proximidades de la relojería de Olivio Lordsleem al Relogio Oficial o al comienzo de la calle de Livramento, al frente de la bodega donde el italiano Zanotti vendía unos refrescos misteriosos, hechos con licores escarlatas, azules y verdosos y con hielo rallado. ¿De qué conversaban? ¿Qué decían? ¿O qué soñaban a través de gestos y palabras? Eran las preguntas que me hacía. Y en muchas ocasiones, intenté acercarme al grupo movido por la deslumbrada ambición de captar alguna frase, mas en el momento preciso en que me acercaba al grupo, ellos se callaban, como si ya no precisaran más de las palabras para continuar su sueño calentado por el sol. Entonces uno de ellos se descartaba del conjunto y se subía al sillón de Gonguila*, el limpiabotas era uno de los exponentes del club carnavalesco Os Cavaleiros do Monte. La retirada, provocando un desequilibrio, suscitaba la desbandada general, recompuesta horas después.
Desde la infancia, mi vida ha sido solo trabajo y atención, interrogación y curiosidad. A veces, cuando me supongo en el umbral del descanso, viene una palabra y me persigue, igual que una jauría de perros porfiados en atrapar la caza astuta o aterrorizada. Estoy siempre ocupado, incluso cuando duermo (el subconsciente genera el sueño del poema o la pesadilla de la prosa). Empleado de mí mismo, condenado a cargar las piedras del palacio imaginario que cualquier brisa destruye, aún hoy recuerdo con envidia aquellos seres que no hacían nada, aquellas criaturas en perpetua disponibilidad, cuyos dedos lánguidos jamás fueron agraviados por la incomodidad de un callo o de una mancha de tinta. Quizá el tiempo, que sustituye las casas viejas y goterientas por edificios horrendos, y hace a las piedras de la calle desaparecer bajo camadas de asfalto, los haya abolido. Pero tengo la seguridad de que, por mucho que sea su poder, el fluir de los años no tendrá fuerzas para ensuciar el blanco de sus inmaculados ternos de lino, ni el filo impecable de sus pantalones –tal vez, ni siquiera el brillo de sus zapatos diariamente embetunados. Niño de nuevo y forcejeando aún por atrapar alguna migaja de aquellas frases de los maestros del difícil arte de vivir, aprendo que el tiempo nada puede contra la memoria creadora.
Cargando el maletín gordo de procesos, mi padre los señalaba para mi execración infantil.
—Mira esos vagabundos que nunca trabajarán.
Yo fingía reprobarlos. Pero detrás de mi mirar de niño todo era radiosa admiración por aquellos hombres que habían hecho de la vida un placer interminable. Para ellos la muerte, como no significaba la recompensa del descanso, no significaba nada. Y tal vez por eso ellos clavaban una mirada desdeñosa en los entierros y se hacían los sordos cuando una campana doblaba a difunto. Algunos de ellos, que usaban sombreros de Panamá, ni siquiera se tomaban el trabajo de quitárselo ante el paso de un cortejo fúnebre.
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(*) Rás Gonguila, famoso líder comunitario y carnavalesco negro, creador del grupo Cavaleiro dos Montes, que lideró por años. En la década de 1950 su sillón de limpiabotas en la calle del Comercio en la ciudad de Maceió era punto de reunión al que llegaban políticos, abogados y figuras de cierta fama. Carlito Peixoto Lima le dedicó una bella crónica publicada por Tribuna do Sertao el 4 de octubre de 2015.
Daniel Fernández
(Foto de Pedro Portal)
Daniel Fernández estudió Licenciatura en Literatura Hispanoamericana y Cubana en la Universidad de La Habana, y trabaja actualmente como crítico de música clásica y columnista de El Nuevo Herald, en Miami. Perteneciente a la llamada Generación de El Mariel, el autor escribió una novela en Cuba La vida secreta de Truca Pérez, por la que fue sancionado a cuatro años de privación de libertad. Fue indultado en 1979, año en que llegó a Estados Unidos. Ha escrito novelas históricas de próxima aparición y obras dramáticas, además de poemas y cuentos dados a conocer en distintas publicaciones y escenarios. Ha publicado Sakuntala la Mala contra la Tétrica Mofeta (Editorial Silueta, 2009) y Novelas sencillas Editorial Silueta, 2010).