Llega ese día, el día de fiesta en el colegio: lo siente como un frío. Sin embargo, él va también hasta allí, hasta el borde de ellos. Cerca de ellos, pero no más que para pensar en sus cosas, en sus casi cosas, en su historia. Por eso, no puede saber cómo son los gritos, las risas, los juegos. Y cuando el jesuita —gordo, sofocado— tira caramelos por una ventana, él se levanta con los demás, se agacha como los demás, llega a recoger bombones en un rincón; pero luego se ve, entrando en la alegría de ellos como el que desenfadadamente penetra en una casa ajena, y se avergüenza.
Ahora unos montan a caballo; otros, cerca del campo de pelota, se acercan al camión que tiene los refrescos: se sofocan, pelean, ríen: él nunca conocerá su secreto. Pero aún insiste, va a quedarse para la sesión de la tarde, ensaya una que otra carrereta y, al final, siente sobre sus brazos el forro empapado en sudor de su saco. Ellos, los otros, sin embargo, giran con una luz, con un calor distinto.
Ya, nítidos, los ve. Los precisa, los dibuja. En la fila, en el comedor o en los juegos: palpitante, un solo organismo lleno de ruido y sudor, surge de sus cuerpos unidos. Y él intenta vivir un poco como ellos, doblar para sí, como si fuera un pañuelo, el tapiz de sus gritos. Y se acerca al banco de madera de la galería donde está sentado Ramón López: gordo, anodino, fofo, con barquillo de helado en una mano. Y se pone a imitar sus gestos de niño cándido —casi idiota—, como para remendar la soledad.
Pero, no hay salida, tiene que verlos de lejos. Tiene que ver su inmensa masa, globo de ruidos y colores fulgurantes, que suena con la nostalgia de los lugares adonde no ha estado, con las risas del circo donde estuvo solo. Porque esa inmensa presencia, porque ese ruido de ellos, es la presencia y el ruido de una carpa grande, tan grande como el mundo, en que él no penetra.
Ahora ya es de noche. Ha terminado el día de santo del Padre Rector. Desde un pequeño paradero de tranvías —mortecina luz donde nacen chicharras, un solo banco de piedra para un viajero de humo— él, de la mano de sus padres, va entendiendo, lentamente, por la soledad, como el que escala, cautelosamente, una ladera nocturna. Y no es que deje de verlos, no: sabe que están allí, en el colegio; sabe que están dentro de una carpa grande, tan grande como el mundo. Y sabe, también, que ellos han de reírse, siempre, con ruido voluptuoso y alucinante, sobre la estéril pantomima de sus gestos.
Él: soledad, títere: lanza su lamentable mímesis, cubierto con el forro empapado en sudor del uniforme de gala del colegio. Ellos: surgiendo, entrando, saliendo, por esa calle siempre prestigiosa, donde los cinematógrafos están cubiertos con la sombra de un gigante familiar.
Eso es así, lo sabe desde entonces, lo sabrá siempre. Y, cuando después de haber tomado el tranvía, apoya su frente en el cristal de la ventanilla, comprende que esas pequeñas luces que ruedan por lo oscuro de la noche, tienen la misteriosa dulzura del frío que se acepta, del frío en que se penetra por secreta vocación.
Este texto pertenece al libro Ficción en cajitas. Para adquirir un ejemplar, pinchar en el enlace: Ficción en cajitas (Editorial Casa Vacía, 2016), de Lorenzo García Vega
Ficción en cajitas
(Editorial Casa Vacía)
Lorenzo García Vega. (1926 – 2012). Escritor cubano, residió en Estados Unidos desde finales de la década de 1960. Uno de los miembros del Grupo Orígenes, encabezado por José Lezama Lima. Su obra incluye libros de poesía, cuentos, ensayos, dos novelas, un libro de memorias y varios de diarios. Los años de Orígenes (1979) es uno de los libros más polémicos de la literatura cubana. Murió en “Playa Albina”, nombre que dio en sus obras a Miami.