Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

El abrigo de Brodsky

LUIS CARLOS AYARZA

 

Hay que guardar esas cosas para que se marchiten y pierdan su color en el guardarropa, o regalarlas a los parientes más jóvenes. Si no, hay amigos. Yo recuerdo haber comprado varias prendas aquí —a crédito, obviamente— que no tuve el estómago o el temple de usar después. Entre ellas había dos gabardinas, una verde mostaza y otra de un delicado tono de caqui. Más tarde, fueron a adornar los hombros del mejor bailarín de ballet del mundo y del mejor poeta de la lengua en que escribo este libro —a pesar de las diferencias de físico y edad que me separan de esos dos caballeros.
Joseph Brodsky, Marca de agua.

 

Se sabe que la memoria tiene la facultad de transformar el pasado. Su naturaleza cambiante y caprichosa lo altera cada vez que debe liberarlo y entregárnoslo en forma de recuerdo. Lo que regresa a nosotros entonces son las innumerables variaciones de un mismo acontecimiento, re-creándose cada vez que se le hace regresar. Los recuerdos más presentes pierden (a veces, de tan cotidianos) su intensidad -como ocurre con esos carteles publicitarios policromos que, pegados en una ventana durante años, van perdiendo sus matices hasta conservar apenas unas cuantas imágenes pálidas y azulosas. Aun así, quizá deberíamos alegrarnos de las múltiples vidas que vivimos al recordar.
  Cuando se trata del recuerdo de libros, películas o imágenes, el capricho de la memoria puede ser aún más extremo. A veces parece como si el texto o el filme que nos ha impactado adquiriera vida propia, y la memoria hiciera con esta materia prima su propia obra.
  He llegado a recordar finales enteros de novelas, completamente ausentes en el relato original, he pasado horas buscando frenética e infructuosamente un párrafo que creía haber memorizado bien. También le he contado a amigos con precisión absoluta los colores y los emplazamientos de las cámaras en la escena de una película, e incluso he descrito con detalle objetos que nunca tuvieron el menor espacio en el filme.
  El siguiente texto es un homenaje a uno de esos fragmentos imaginarios que mi memoria me entregó en su caprichoso obrar. Hace unos años leí Marca de agua, un relato de Joseph Brodsky sobre la ciudad de Venecia. En un apartado Brodsky menciona dos gabardinas: una mostaza y la otra (que nunca se atrevió a usar) de un “delicado tono caqui” que adquirió en sus viajes a la ciudad acuática. Terminó regalándolas a sus amigos: “el mejor bailarín de ballet del mundo y el mejor poeta de la lengua en que escribo este libro”. Debo admitir que leí el texto varias veces, y que siempre me quedé con el recuerdo de que se trataba de un abrigo y no de una gabardina, y que el material era la cachemira.
  Me llamó mucho la atención la idea de Brodsky sobre los objetos que compramos más por un impulso estético que por el deseo real de usarlos, y entonces cierto día escribí algo al respecto. Recientemente, cuando estaba revisándolo para incluirlo en este volumen, quise cotejar algunos datos. Fue entonces cuando, para mi sorpresa, descubrí que no existía el tal abrigo de cachemira de mis recuerdos, sino las mencionadas gabardinas. Había, eso sí, un abrigo de nutria, pero era un abrigo de mujer.
  He aquí el texto que originalmente escribí:
  Venecia, primeros años del siglo XXI. En el gancho de una tienda de ropa usada hay un abrigo de cachemira. La prenda llegó en un barco sobre los hombros de una mujer. Había sido el regalo de un hombre que fue su amante una noche.
  En el umbral de la tienda, la mujer toca la reconfortante textura del abrigo con los dedos de su mano derecha; los pasa por la solapa. Recuerda cuando, dos noches atrás, conoció al hombre que lo llevaba, y que se veía extraño, como fuera de lugar envuelto en el abrigo. Se sentía sola, y la presencia desbarajustada del hombre le había infundido una mezcla de compasión y deseo. Cuando se despidieron hacía frío. Así que él, dudoso y vacilante, le puso el abrigo sobre los hombros: era el regalo de un querido amigo escritor al que, irónicamente, también le había quedado grande. Inicialmente ella se negó con un gesto tímido, pero ante el inusitado ímpetu de la insistencia terminó aceptándolo. Para el hombre el gesto de ponerle el abrigo sobre los hombros adquiría un matiz literario. Habían pasado la noche juntos y embriagados por el vaivén de la embarcación. En ese instante se sintió enamorado.
  Horas más tarde ella se encuentra sola, pensando sin nostalgia en aquel hombre, mientras nota que sus facciones comienzan a serle difusas. Allí hay percheros llenos de abrigos, estantes con sombreros, frascos como de alquimista llenos de pepitas blancas homeopáticas, y un reloj con hombrecitos mecánicos dorados que debajo de una cúpula de cristal le dan giros a complejos engranajes. Ella le entrega el abrigo a la mujer del mostrador, una danesa mofletuda que anhela salir de la tienda para empacharse de cerveza, como cada noche, hasta la madrugada. La mujer no quiere dinero por el abrigo; lo canjea por una pañoleta de seda con arabescos púrpuras y violetas, y compra un prendedor. Es un escarabajo verde encerrado en una bola de ámbar. Ya ha pasado más de un lustro desde aquel intercambio, y el abrigo espera en un rincón su libertad, mientras presiente aterrado ese vibrar de la nube apolillada que lo visita cada noche. Sin embargo, se conserva más entero que los restos del ruso, cercanos a él y del que ya no quedan huesos, sino fragmentos marfilosos casi pulverizados.

 
 
Este texto pertenece al libro Enjambre de zepelines, de reciente publicación por Editorial Casa Vacía, 2016.
 
Para adquirir un ejemplar, pinchar en el enlace: https://editorialcasavacia.com/2016/11/07/enjambre-de-zepelines/
 

Luis Alberto Ayarza (Foto cortesía del autor)

Luis Alberto Ayarza
(Foto cortesía del autor)

Luis Carlos Ayarza (Colombia, 1968). Escritor de diarios, apuntes y novelas imposibles. Flâneur en la era digital, por lo que suele vérsele desandar con su cámara en mano. Co-fundador del proyecto literario Inactual, entre 2009 y 2013. Actualmente es profesor de lengua, literatura y cultura hispanoamericana en Barton College, North Carolina.

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Esta entrada fue publicada el 17/12/2016 por en Ensayo.
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