Marasmo de paredes,
muebles viejos
recogidos en la calle,
destartalados,
inútiles y feos.
Pomos de medicinas
desplomados
en esa habitación
repleta de cuentos.
El fogón de cuatro hornillas
escabrosas, con escamas.
Dientes, uno encima de otro;
café, granos de arroz,
el polvo de algún insecticida,
vasos sucios vestidos
con el vaho del paso de los días.
Mosquitos atrapados
en tazas de café,
en la miel pegajosa
desplegando
sus huellas
y sus fechorías.
Anotaciones que luego no se entienden
por la premura
y ese nerviosismo que produce
visitar los lugares,
los sucios escenarios.
Ella desapareció hace 33 años,
su novio diez días antes.
Su prima,
el esposo de su prima,
su padre.
A todos
fueron a buscarlos.
A la mujer la golpearon,
le avisaron que todo estaba listo.
Feliz cumpleaños.
La desnudaron, la colocaron
en una mesa de madera en la cocina
y atada de pies y manos
procedieron a aplicarle
el tratamiento.
Entre ellos comentaban
que hay que encontrar el punto más sensible
donde mejor se aplica.
Puede ser en los pezones
o debajo de las uñas.
Los senos se volvieron dos cartuchos
estrujados, mientras alguien
apuntaba una navaja
para desinflarlos.
Trajeron al médico.
Le informó,
a la parturienta
que no había anestesia,
y después muy bajito,
apenas susurrando,
se acercó a la oreja y le dijo:
Te hago esto para liberarte.
El resto de los espectadores
en el cuarto,
participó aguantando una mano,
una pierna, o la cabeza.
Han ido desapareciendo
de uno a uno,
de dos en dos:
directores,
escenógrafos, maquillistas,
luminotécnicos, dramaturgos.
Trabajábamos juntos,
noche a noche,
siguiendo el script.
No me di cuenta,
que allá en las esquinas,
en sus apartamentos,
en esos anónimos hospitales
neoyorquinos,
se extinguían.
En los ensayos
no hablábamos del tema
por si acaso un infestado
se encontraba entre nosotros.
Los susurros y los chismes
comenzaron detrás de las cortinas.
Después, se acomodaron en las butacas del teatro.
No tomes agua en el mismo vaso.
Ten cuidado,
no dejes que te bese
aunque sea en la mejilla.
No te sientes en el mismo inodoro,
aguanta hasta que llegues a la casa.
No dejes que usen tu toalla.
Por lo más sagrado,
que no se pinten la boca con tu pintalabios.
Que no te maquille.
Dile que de ahora en adelante,
quieres tú misma maquillarte.
Te advierto, el Nene,
tiene manchas de esas hasta en las uñas.
¿Y qué más?
Si te invitan a comer en sus casas,
mejor dicho, en sus apartamentos,
no vayas, inventa algo.
Te pueden contagiar.
Los bares se vaciaron.
El miedo se escondió en los salones.
Se redujo la clientela
a unos cuantos rostros preocupados,
otros, en perpetua rebelión
como si el mundo
tuviera la culpa.
Ahora es él,
después aquel.
Clausuraron los baños turcos.
Al de la Calle 28 lo quemaron.
Un fuego sospechoso.
Vimos por la televisión
cuando los sacaron en camillas.
Dos murieron asfixiados.
Fui al dilapidado
hospital Roosevelt.
Arrastrando los pies,
un poco por cumplir,
un poco por deber.
Cuando por fin encontré el cuarto,
tuve que ponerme guantes
y una máscara.
¿En qué acto de qué obra me encontraba?
Ahí, Roberto,
con la desesperación
robándole la vida.
Me apretó la mano.
Vi lágrimas rodando
de sus enceguecidos ojos.
No pude aliviar la fiebre,
ni tampoco remover
el yunque de hierro
que lo aplastaba.
Pintas negras, azules, carmelitas
esparcidas en la piel.
Nata violácea
en la cama,
descascarándose.
En las comisuras de los labios
una espumilla blanca,
pequeños puntos esmaltados
reposando en la boca semiabierta.
Me fui volando,
a zancadas,
salté el hospital y las calles,
hundiéndome en el frío tan frío
de Manhattan.
Roberto, Eddy, Víctor,
René, Randy, Manolito, Rafael,
como monedas poseían dos caras.
Una, que presentaban al mundo,
a sus empleadores,
a sus familias,
la otra, la de las tablas
y las bailarinas clásicas.
Desbocados, libres y sin disfraces,
cuando no había moros en la costa,
interpretaban para el clan,
la danza de Salomé y los Siete Velos.
Eddy era portorriqueño,
de ojos saltones,
trigueño con pelo rizado
y largas patillas.
A veces, tierno, otras, venenoso.
Trabajaba en una fábrica
cosiendo sobrecamas.
Sin suerte en el amor,
sin compromiso, ni amante,
era un flechazo de la noche,
el que se arrodillaba,
debajo, por debajo, siempre.
El teatro, su residencia.
Personajes, la historia de otros.
El arte de representar
a los muertos,
y a los vivos.
Fenomenología
de caracteres y vidas
que no dejaron nada
hasta que una actriz o un actor
les prestaron su voz
gestos y alma.
El día que murió,
no podía dormir, sentía escalofríos,
oía ruidos.
De repente, sentí algo o alguien
soplándome al oído.
¿A dónde fue?
¿Encontraría un andamio
en las constelaciones?
Ya no tendrá que cubrir
el cáncer en los brazos,
ni cansado arrastrarse por las calles.
No tendrá que someter su cuerpo avasallado
a enfermeras con miedo
ni a hospitales baratos.
El orden, un contrato.
Los papeles con papeles.
El libro encima de la cama,
no debe estar ahí, pero está.
Libros en desorden, fustigados.
¿Y las plumas? Una dentro de la cartera
y la otra detrás del salero, abandonada.
En la cocina los trastos se mezclan con el aire,
producen olor de días calurosos.
Entrar en una casa y exclamar ¡todo es perfecto!
Pasear por el museo y sonreír pensando
qué tan equilibrado y bien planeado.
El orden ha desistido.
Primero, las moscas.
Se colaron no sé por dónde.
Saldrían del basurero.
Se crían en la comida que dejaste
en un plato de cartón.
Vivir en la inclemencia.
Asesinar el orden.
Nadie comprende
por qué aún no he leído sus libros,
sus novelas, sus ensayos,
por qué no respondo a las llamadas
ni a las cartas.
Nadie sabe que el desorden,
ese marasmo de desarticulaciones,
de cuentas, de mandados, de listas, se acumula.
Tantos cheques por cambiar y que no cambio.
Tantas cosas por decir que no digo.
Dejar ir los billetes,
dejar sueltas las monedas en el suelo.
Sin orden no tengo que contar el tiempo.
Sigo lo que diga mi acabado yo,
lo que guste mi deseo en las tinieblas.
El orden me recuerda tu rostro.
Me recuerda tu envidia.
Me recuerda tu labio manchado por la burla.
El orden me recuerda tu puntualidad.
Las horas siempre en su sitio.
La ropa preparada de antemano,
planchada y colocada en una silla.
El ticket de la guagua,
la taza en espera del café
y ese desayuno sin variación y estéril.
El orden tiene su lenguaje,
el del control y la factura.
Prepara su uniforme y el castigo.
Ve las cosas en grandes cantidades,
al por mayor y en dos colores.
Todo lo que guarda es útil.
No hay plantas en su departamento,
ni siquiera un perro,
si acaso tiene algo
es un pájaro encerrado en una jaula.
Amor fatal
(Editorial Betania, 2016)
Magali Alabau, poeta, nació en Cienfuegos, Cuba y reside en New York desde 1966. Hasta mediados de los años 80’s desarrolló una amplia carrera teatral. Tras retirarse del teatro comenzó a escribir poesía. Obtuvo el Premio de Poesía de la Revista Lyra (New York,1988), la Beca Oscar B. Cintas de creación literaria (1990-1991) y el Premio de Poesía Latina (1992), otorgado a su libro Hermana por el Instituto de Escritores Latinoamericanos de Nueva York. Ha publicado los poemarios: Electra, Clitemnestra (Editorial El Maitén, Chile, 1986), La extremaunción diaria (Ediciones Rondas, Barcelona, 1986), Ras (Ediciones Medusa, New York, 1987), Hermana (Editorial Betania, Madrid, 1989), Hemos llegado a Ilión (Editorial Betania, Madrid, 1992), Liebe (Editorial La Torre de Papel, Coral Gables, 1993). En el 2011, después de casi dos décadas de silencio, la Editorial Betania, publicó su poemario Dos Mujeres. Su libro Volver se publicó en Madrid en 2012. Amor fatal (Editorial Betania, 2016) es su más reciente libro publicado. Sus poemas han aparecido en revistas y antologías en Estados Unidos, Cuba, Europa y América Latina. En la actualidad reside en Woodstock, New York.
Ay, Magay Alabau, te abrazo, abrazo tu poesia y desde aqui, la beso.
Excelente poesía Magaly. Capturaste los 80´s de NY en Han ido desapareciendo de manera magistral.
ME ALEGRO QUE LO NOTES, MUCHAS GRACIAS
UN ABRAZO, MAGALI