Revista Conexos

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Más allá de El monte

LILLIAM MORO

 

En conmemoración de los 118 años del nacimiento de Lydia Cabrera (La Habana, 20 de mayo de 1899 – Miami, 19 de septiembre de 1991), reproduzco este artículo que salió publicado en Todos los libros, el libro (Virginia, 2004), un volumen que recoge los comentarios de varios escritores cubanos sobre su libro preferido. En palabras de su editor, Carlos Espinosa Domínguez: «Tras once meses de salir semanalmente, llega a su fin esta sección. Le toca cerrarla a la poeta y editora Lilliam Moro, quien ha seleccionado esta obra de Lydia Cabrera. A juicio de Guillermo Cabrera Infante, probablemente se trate del mejor libro que se ha escrito en Cuba en todos los tiempos.»

 
La Cuba profunda
 

Si Lydia Cabrera descubrió Cuba a orillas del Sena —como ella mismo dijo—, yo descubrí la Cuba profunda en 1968 a través de su obra El monte, publicada en 1954.
  Llegó a mis manos como por casualidad —pero las casualidades no existen—, cuando yo ya estaba marginada de la vida civil porque había presentado mi solicitud para salir del país. Y entre la pausa burocrática que se instala entre esas gestiones y el internamiento —práctica habitual entonces— en un campo de trabajo forzado, tuve el tiempo justo para tomar abundantes notas del libro y copiar, casi textualmente, el fabuloso herbario que contiene, con la angustia que trae el saber que el tiempo se me acababa, que no podía llevarme conmigo el libro y que no lo encontraría en el exilio.
  El libro tiene dos partes, aproximadamente de la misma extensión, bien diferenciadas aunque sin división explícita. En la que puede llamarse la primera parte, vienen unos capítulos donde se describen las relaciones de los negros cubanos con el monte: «Persiste en el negro cubano, con tenacidad asombrosa, la creencia en la espiritualidad del monte». Porque «los santos están más en el monte que en el cielo». Se entremezclan anécdotas, consejos, rituales, leyendas, oraciones, enseñanzas religiosas de los yorubas, congos y abakuás, donde las frases en cada una de esas lenguas se van entremezclando en los párrafos de la autora. Son magníficos los capítulos titulados La ceiba y La palma real, nuestros dos entes naturales de más peso cósmico.
  A continuación de estos capítulos viene el herbario, donde por orden alfabético aparece cada planta con su nombre en español, en lucumí, en congo y con el de la clasificación botánica, por ejemplo, el dado por Linneo. También se añade el orisha o santo dueño de esa planta, yerba o árbol, las implicaciones religiosas, así como sus propiedades curativas según el saber popular y el religioso, pues ambos se entremezclan muchas veces.
  Abrir El monte fue para mí una iniciación en esa cultura que subyace en lo profundo de nuestra alma y con la que se establece un contacto cotidiano a través de los signos externos. Aunque se sea ajeno a las prácticas religiosas heredadas de los negros llevados a Cuba, aunque nunca se haya asistido a un bembé ni jamás se le hubiera puesto un vaso de agua a los espíritus para proporcionarnos su ayuda (confieso que yo había hecho las tres cosas), no podemos sustraernos a lo que se respira, se come, se escucha, se comparte directa o indirectamente, o mejor, a lo que se es, a lo que suele llamarse idiosincrasia, pero que es más que eso: es la impronta de una nacionalidad, el alma compartida, que une a un conglomerado heterogéneo con un lazo no solo de igualdad, sino de complicidad. Esa alma nacional está formada por la herencia africana y la herencia española; los negros dejaron de entrar en Cuba tras la abolición de la esclavitud a finales del siglo XIX, pero los españoles nunca cesaron de llegar, incluso con mucha intensidad, incomprensiblemente, después de proclamada la República. Bien es cierto que estas mismas reuniones sociales y raciales se han dado en muchas otras partes, y que hay quienes incluso hablan de una homogeneidad caribeña; pero las cosas no son tan sencillas, sino que han dependido de los flujos migratorios de la península, de las diferentes etnias africanas que llegaron a Cuba, de la proporción cuantitativa de cada una de ellas y del grado de evolución social, económica, cultural y artística incluso de esas etnias, a lo que hay que añadir la prácticamente inexistente herencia aborigen en la Isla.
  Somos distintos —y esto no es una valoración— de la misma manera que todos los demás países vecinos son distintos entre sí aunque nos una un parentesco, a veces únicamente superficial, como es, en el caso de las islas antillanas, compartir un mismo mar. La cuestión es más profunda y escapa a cualquier explicación basada en la proximidad geográfica o en las historias de piratas: tenemos más puntos de contacto con Brasil que con nuestra vecina República Dominicana.
  En Cuba entraron, mayoritariamente, los pueblos yorubas —lucumíes— seguidos de los congos-bantúes. De los primeros devino la religión que entre nosotros conocemos como Regla de Ocha o Santería, que es la de más arraigo; de los segundos, la Regla de Palo Monte.
  Los pueblos yorubas habían alcanzado un alto grado de desarrollo artístico en el siglo XVII. Y con ellos vinieron su compleja cosmogonía y su lengua, esa que ha dado carta de naturaleza a algunas palabras en nuestro vocabulario, como por ejemplo, «jimagua». En su compleja religión, la palabra tiene un valor creador, iniciador, muy importante: una piedra no tiene «ánima» hasta que no se le da su nombre propio, hasta que no recibe el bautizo de la palabra.
  Dice Lydia que ella, muchas veces, tuvo que extraer la verdad de las mentiras que le decían sus informantes, de las medias verdades, de las ambigüedades. Y es que ellos sólo tenían la palabra para proteger lo único que poseían: su trascendencia. Esa especial forma de comunicación ha sido un elemento importante en la configuración de nuestra metáfora cultural, que me recuerda tanto ese verso de Lezama: «Ah, que tú escapes en el instante/ en el que ya habías alcanzado tu definición mejor».
  Lydia Cabrera volvió de París en 1938 con el propósito de descubrir las capas más profundas de lo que ya había expresado en sus Cuentos negros de Cuba, publicados en francés por Gallimard en 1936 —la edición española salió en 1940, con prólogo de su cuñado Fernando Ortiz. Y lo cumplió con creces, porque la obra que nos ha dejado es abarcadora, totalizadora, sólo comparable en extensión y profundidad a la de Fernando Ortiz, Leví Marrero y Lezama Lima.
  Cuando conocí a Lydia Cabrera en Madrid, en 1974, se percibía, a través de su fragilidad física, la fuerza del alma nacional, de nuestra historia, una historia que a partir de 1959 se empezó a escamotear, a desvalorizar con la mayor impunidad y cinismo. «Lo que nos han hecho no tiene nombre, no tiene nombre», me decía, mientras su compañera Titina (María Teresa Rojas) echaba migas de pan a los gorriones que venían confiados al balcón de aquel apartamento madrileño cerca del Paseo de la Castellana.
  Seguramente ahora reposará cobijada por sus árboles sagrados en ese mundo etéreo en el que me adentré una vez a través de las páginas de El monte. Una dimensión donde se funden, armónicamente, el alma con su metáfora.
 

Lilliam Moro
(Foto de Julia Peña)

Lilliam Moro (La Habana, 1946) salió de Cuba en 1970 y vivió en España durante más de cuatro décadas. Ha publicado en Madrid los poemarios: La cara de la guerra (1972), Poemas del 42 (1989) y Cuaderno de La Habana (2005), y en Miami Obra poética casi completa (2013). En la boca del lobo fue Premio de Novela en Madrid en 2004. Premio Internacional de Poesía “Pilar Fernández Labrador” por su poemario Contracorriente, Salamanca, 2017. Actualmente reside en Miami.

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Esta entrada fue publicada el 22/07/2017 por en Ensayo.
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