Alguna vez escribí por alguna parte que Miami es una ciudad que se vende al mejor postor. Después de ver “Hijos de la Playa”, la última propuesta del grupo “Antihéroes Project, no puedo sino reafirmarlo. Es en el South Beach de finales de los años ochenta y principios de los noventa en el que se ubica esta historia escrita y dirigida por José Manuel Domínguez, quien refiere haberse sumergido en la tarea de rescate de todo un material documental que incluye la memoria viva de algunos de sus protagonistas. Parte de ese material audiovisual va siendo proyectado en una pantalla frente a los ojos del público antes que la representación actoral comience, lo que debió resultarle un dejavu a Susan Brown, quien estaba presente en la sala la tarde de la última función. Algunas de estas imágenes fueron filmadas en The Art Asylum, galería que dirigió ella misma y que fuera un sitio para encuentro de los artistas y trasnochados que compartían, además de performances y adicciones, el desconcierto de ver como echaban abajo gran parte de la ciudad en el que estaban insertadas sus existencias. Ya habían demolido el hotel Boulevard y el Senator estaba en peligro. El personaje de Susan en “Hijos de la Playa” es una aleación donde se funden aspectos de la biografía de la propia Brown con los de la ya fallecida Barbara Baer Capitman, importante defensora del movimiento preservacionista y de resistencia por salvar el distrito art deco de South Beach, y quien escribiera en 1988 un libro pionero en el tema: “Deco Delights”.
Aunque en “Hijos de la Playa” se ventilan otros sub-dramas conectados al principal, como la vulnerabilidad de ciertos grupos al virus del siglo que irrumpió por esos años con una fuerza arrasadora (encarnado en el personaje de Meli, actor, drag queen y activista de las protestas conservacionistas), o el propio conflicto del artista escindido entre la ciudad de origen y las ciudades de adopción, donde más que hijo será siempre un huérfano irredimible (muy bien dado por el personaje de Rauli inspirado en el artista visual Raoul Sentenat, quien participará activamente en el proyecto The Street Museum en esos años). Si como observa Barbara, en casi todas las ciudades del mundo lo antiguo y lo moderno logran convivir, ¿qué pasa entonces en Miami que se vuelve una pesadilla la conservación de una memoria habitable y humanamente significativa? En cada uno de sus brazos Bárbara se ha escrito: Help, Help. En las interacciones de los personajes que buscan convencerse o afianzarse en esta causa queda claro que son los políticos corruptos los que han permitido este daño a a un área de un carácter arquitectónico único y no debió tener semejante desenlace. Se argumentan y discuten razones en pro y en contra, sale a relucir la llamada entropía, ese desgaste necesario que abre las compuertas al supuesto progreso salvador. Sin embargo, todo argumento es refutable o no, según convenga, y si esta entropía es absoluta, entonces, como argumenta un personaje, ¿por qué ese empeño en vertir arena una y otra vez en una playa simulada? ¿Es que algunas veces la entropía cuenta y otras no?
“Ir contra la corriente es parte de la naturaleza de los artistas.” “Este es un país para triunfar y los nostálgicos son todos unos perdedores”, ambos parlamentos pertenecen a Inger, antagonista de Barbara en esta historia y defensora de “el progreso” que más que abrirse ante ellos, se imponía de forma brutal. “Me da miedo vivir en una ciudad y no saber qué pasa en ella”, es la impresión de Tona, la muchacha de origen griego que inesperadamente se ha visto envuelta en los acontecimientos. Tona, aficionada a la fotografía y ayudante de su padre en el negocio de entrega de cantinas les trae un secreto: hay un edificio que ya han desalojado, pero quieren hacer creer que aún vive gente ahí. Lo sabe porque la Condesa de Cracovia, con su corona de alambrón, y quien es la encargada de recibir las cantinas, se lo ha dicho. En ese edificio vivían mayormente ancianos judíos, muchos sobrevivientes del holocausto. Los obligan a irse dándoles un poco de dinero; igual lo harían con otros métodos. La gentrificación no cree en historias personales o sentimientos de comunidad, mucho menos en conservar la memoria de los perdedores. No en vano en la obra se inserta -con el pretexto de haber sido una obsesión a representar desde muy joven por Meli- fragmentos del soliloquio de Hamlet. “Porque, ¿quién aguantaría los ultrajes y desdenes del mundo, la injuria del opresor, la afrenta del soberbio, las congojas del amor desairado, las tardanzas de la justicia, las insolencias del poder y las vejaciones que el paciente mérito recibe del hombre indigno, cuando uno mismo podría provocar su reposo con un simple estilete?” Esto fue escrito varios siglos atrás, y salvo lo del simple estilete, me parece de una contemporaneidad pasmosa.
“Hijos de la Playa” es una obra que nos lleva a un pasado que es actualidad. La agresión a una ciudad y a los que la habitan es parte de nuestro pan de cada día, que viene convoyada con la indolencia de sus políticos, la corrupción, el abuso de poder. Se me ocurre recordar a un dramaturgo llamado Bertolt Brecht que hizo del teatro un arma incómoda que en momentos cruciales puede funcionar como un movilizador de ideas o un modo de resistencia civil. Cada día nos roban un fragmento de ciudad, nos aíslan de otra parcela de mar, nos mutilan la confianza de que el mundo no se divida, como afirma Inger, en perdedores y ganadores. Es un asunto de nunca acabar. Prepárense, que se rumora que pudiéramos ganarnos el premio de ser la nueva Silicon Valley Beach. Tal vez por eso se registran más que nunca la aproximación insólita de voraces tiburones en las playas de Miami. Los artistas, como Rauli, se encaraman con nostalgia en las azoteas de New York o de La Habana en busca de imágenes que los desvelen. O como Tona, la muchacha de ascendencia griega que verá en el horizonte ballenas azules y las fotografiará, así como los atardeceres. Sí, sin dudas los artistas son unos perdedores. Si los dejan fijarán su vista demasiado en el horizonte. Y se pierden, se pierden…
María Cristina Fernandez nació en Santiago de Cuba y vive en Miami desde el año 2006. Tiene publicados los libros de cuentos Procesión lejos de Bretaña, El maestro en el cuerpo, y No nací en Castalia (Editorial Silueta, 2016), además de otros dos volúmenes para niños. Textos suyos han aparecido en revistas y antologías de Cuba, Estados Unidos, México, Italia y España.