En Nueva York, con residencia en la calle Ellwood, vive un espécimen que bien pudiéramos llamar profanador, al tiempo que respetuoso voyeur, que preclaro penitente. Llamémoslo poeta y ya habremos contenido en este apelativo todas las posibilidades. Porque eso es lo que hace Manuel Adrián López en su libro Los días de Ellwood, publicado hace apenas unos meses por Nueva York Poetry Press: fisgonear, rastrear, mostrarse, fundirse con el mundo e intentar volver del viaje como un ente casi resurrecto. Ambicioso el poeta, ¿acaso vender boletos no es menos riesgoso que viajar?
Poemario dividido como el año –y acaso la vida– en estaciones. Vida que se va viviendo entre las paredes de un apartamento de barrio y esa ciudad multiforme, que se sabe narcisa al mirarse en las corrientes del Hudson, adonde van a morir por igual flores de cerezo y la basura de esa gente que “visten de luto en el invierno/ y desnudos transitan las calles/ en los meses de verano”. Manuel Adrián López en este libro transgrede las fronteras que debe respetar cualquier sujeto de una gran urbe condenado a la anonimia. Pero no sabe estarse quieto, no se conforma con ese congelamiento a lo Hooper; como Whitman, busca la multitud y escoge una diana a la que disparar la flecha de su ojo indagador que irá marcando la materia que luego transformará en escritura. Es un escritor que debe mucho a la mirada y no es de extrañar que su libro comience con una visión en un museo y termine con un striptease reflexivo ante el espejo de un baño.
Se escurre entre escaleras, parques, cafetines, pubs, iglesias; atisba gente solitaria, flores silvestres y condones usados. “Ha querido ser brisa y saltar al vacío/ sentir el paso del tren que se aproxima/ acariciándolo.” Lo absorbe la promiscuidad de los trenes y las estaciones, “girando la mirada/ por el vagón/ buscando un cómplice”. En esas salitas de teatro rodantes sobran las improvisaciones. “En la mañana/ en el vagón sin respiro/ una mujer le ofreció un discurso/ quería salvarlos del diablo/ del billonario/ y su pelo color maíz seco. / Seco como su cerebro./ De los Gays/ y sus bodas ostentosas./ De la blanquitud del presidente negro/ y de la poderosa primera dama”. En la tarde el discurso de otro viajante será el reverso del primero, escatológicamente hablando: “…odio mis 51 años/ odio mi color/ odio los celulares/ y odio este tren”.
Es una ciudad llena de mensajes gráficos, propagandísticos, mediáticos, donde la comunicación humana se ha enrarecido y donde el poeta es un profanador que asalta con el pensamiento o la palabra. “Señor excúseme/ ¿le importaría/ si me siento a su lado/ en silencio/ a ver el invierno pasar?” Traspasa iglesias vacías, cementerios donde hallar un espíritu ejemplar, desanda la calle Bennett esperando encontrar la vivienda de una poeta suicida. Aparece en la playa de Brighton, entre gente exótica que come pirogí y toma té “para festejar el verano” y “donde ha ido encontrando un respiro/ y recordando las pláticas de Elena/ reina de pasadas noches/ en un Moscú/ que nunca conocerá”. Necesidad de continuar dialogando con los espíritus en la atemporalidad. Donde abunda el sacrilegio abunda también la necesidad de sacralizar, porque, a fin de cuentas, ¿qué es un sacrílego sino un ladrón de lo sacro, posesión muy estimada que se consigue con el mismo afán de quien reparte dones divinos? “…manzanas verdes para Buda/ plegarias para las vírgenes”. La religiosidad es uno de los atavismos que se arroga el poeta para continuar su diálogo sin fin con la existencia misma. Romper la alcancía de Elegguá para reemplazar el papel de baño que extraviaron luego de comprarlo, cuestionar los altares que en el barrio levantan a los muertos o desaparecidos, pero donde “nadie se detiene a salvar/ un perro”. Pedirle a la imagen de un recién llegado Niño de Praga el más ambicioso de los milagros: “…que todo tenga un por qué/ una explicación lógica/ para estos tiempos”.
Llega el invierno y con él el desencuentro. El fin de una etapa en los días inquietos de Ellwood. Los últimos poemas aluden a este rompimiento y el enfrentamiento del poeta con su propio dilema: inquirir si puede haber o no una erótica en la soledad, asumir los indicios que da el cuerpo de que ya lo que fue alguna vez primavera comienza a mostrar su declive. Un cuerpo herido, como el unicornio del tapiz de Los Claustros que aparece en alguno de sus poemas, por un cazador que acaso no sea otro que el tiempo humano sin retorno. O como diría otro poeta que tuvo su propio idilio con Nueva York casi un siglo atrás, ese Lorca de las imágenes rotundas: “asesinado por el cielo”. El libro termina con un verso que es pregunta al mismo cielo, más que a hombre alguno: “¿A quién podrá interesarle tocar a un hombre en ruina?” La primera y pronta respuesta que me viene a la mente es esta: nos interesa a nosotros, sus lectores.
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Manuel Adrián López
(Foto: tomada de Facebook)
Manuel Adrián López. Nació en Morón, Cuba, 1969. Poeta y narrador. Su obra ha sido publicada en varias revistas literarias de España, Estados Unidos y Latinoamérica. Tiene publicado los libros de poesía: Yo, el arquero aquel (West Palm Beach, 2011), Los poetas nunca pecan demasiado (Madrid, 2013. Medalla de Oro en los Florida Book Awards, 2013), Muestrario de un vidente (Salvador, 2016), Fragmentos de un deceso/El revés en el espejo, libro en conjunto con el poeta ecuatoriano David Sánchez Santillán para la colección Dos Alas (Quito, 2017), El arte de perder /The Art of Losing (Miami, 2017) y El hombre incompleto (Pinar del Río / Miami, 2017). En narrativa tiene publicado los libros: Room at the Top (Miami, 2013), El barro se subleva (Miami, 2014) y Temporada para suicidios (Miami, 2015). Aparece en las antologías de poesía: La luna en verso (Ediciones El Torno Gráfico, 2013), Todo Parecía, Poesía cubana contemporánea de temas Gay y lésbicos (Ediciones La Mirada, 2015), Voces de América Latina Volumen II (Media Isla Ediciones, 2016), NO RESIGNACIÓN. Poetas del mundo por la no violencia contra la mujer (Ayuntamiento de Salamanca, 2016) y Antología Paralelo Cero 2017 (El Ángel Editor, 2017).
María Cristina Fernández
(Foto: cortesía de la autora)
María Cristina Fernandez nació en Santiago de Cuba y vive en Miami desde el año 2006. Tiene publicados los libros de cuentos Procesión lejos de Bretaña, El maestro en el cuerpo, y No nací en Castalia (Editorial Silueta, 2016), además de otros dos volúmenes para niños. Textos suyos han aparecido en revistas y antologías de Cuba, Estados Unidos, México, Italia y España.
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